viernes, 28 de diciembre de 2007

Volver

Es una pena que uno no pueda viajar con su biblioteca a cuestas. Si no, ningún exilio sería tal, no se consumaría nunca del todo. Con los libros pasa como con las mascotas, que no suelen decepcionar. Lo malo de los seres humanos es que somos eso, humanos, una fuente inagotable de decepción. Será porque el resto nos importa un comino, y no hay forma de depositar esperanzas, afectos y deseos más que en esas cosas de carne y hueso llamadas personas, lugares. En fin, volver.... esa mezcla de globo naranja, libros-casa y renovado escepticismo. Tenemos el día proustianio, qué le vamos a hacer. Como dice el señorito Millas hoy: "Los momentos comienzan a ser un problema cuando llegan. Las aspiraciones cumplidas incluyen, sin excepción, una glándula liberadora de hiel. Y no se vive de ellas. Se vive de las promesas, de las vísperas, de los proyectos." En fin, ya será para menos.


miércoles, 26 de diciembre de 2007

Wanderlust

"Cuando yo era muy joven y tenía dentro esa ansia de estar en otro sitio, las personas mayores me aseguraban que al hacerme mayor se me curaría ese prurito. Cuando los años me calificaron de mayor, el remedio prescrito fue la edad madura. En la edad madura se me aseguró que con unos años más se aliviaría mi fiebre y ahora que tengo cincuenta y ocho tal vez la senilidad realice la tarea. No ha habido ningún remedio eficaz. Cuatro ásperos pitidos de la sirena de un barco aún me erizan el pelo de la nuca y ponen mis pies en movimiento. El sonido de un reactor, un motor calentándose, hasta el toc-toc de unos cascos herrados en el pavimento producen el viejo estremecimiento, la boca seca y la mirada perdida, las palmas ardientes y una agitación del estómago bajo la caja torácica. En otras palabras, no mejoro; en otras palabras más, el que ha sido vagabundo alguna vez, lo será siempre. Me temo que se trata de una cosa incurable. Expongo esto no para instruir a otros sino para informarme yo mismo." John Steinbeck, Viajes con Charley.
Miro pacientemente cómo pasan los minutos en el reloj, las 7:54AM, hora de California. Dormito, añoro, me desvelo, me rindo al cansancio, consigo dormir, sueño, y en los sueños irrumpe la presencia del mar, me envuelve el recuerdo, el traqueteo de un coche, la sequedad del desierto. Dormito y me despierto, busco el sol, vuelvo a añorar. En el reloj sigue pasando la hora de California, también en mi cuerpo. Y probablemente antes que en ellos, en mi voluntad, en la terca manía de habitar más allá de donde se encuentra uno.
Y luego está este paso de oca por la superficie del frío que tiñe de un gris azulenco el blanco del horizonte, la ciudad. Luego está, sí, la desafección, la pereza por las cosas de siempre, el paso rojo de los autobuses, el tren del sur.

viernes, 21 de diciembre de 2007

Campo base (o más de lo mismo)

Quizá los viajes de vuelta no tienen víspera, sino luto o más bien impaciencia, inconstancia, desconcierto, esa curiosa ansiedad de todos los estados intermedios que, para variar, vienen cargados de preguntas. No, uno no vuelve más sabio y mejor, sino con más extravíos, con menos soluciones a mano, con la confusa sensación de haber buscado, acaso, donde no era, urgardo donde no debía. Basta con plantear las preguntas de manera incorrecta para que éstas se ensanchen falsamente, parezcan no tener respuesta. Lo que vamos buscando en los ires y venires es lo suficientemente prosaico y concreto, para que la pregunta, planteada de manera abstracta, sea una trampa, retórica, pasatiempo, mise en abîme.
Pero vayamos al campo base: el lugar donde, a pesar de las correrías, las inconstancias espaciales y otras cesuras geográficas, depositamos nuestros afectos, lo que importa, el valor de las cosas que nos definen, las razones para hacer altos en el camino y encontrarse. Quizá el movimiento es incompatible con según qué grados o formas de compromiso, o beneficia la superficialidad en detrimento de las constancias o consistencias de ciertos "estares". Aunque ni siquiera sería eso lo más importante, si no saber por qué moverse, qué está detrás de todo este embrollo.
"Cada yo cotidiano encierra un dilema, una decisión heroica y una tragedia, aunque esta realidad quede en la mayor parte de los casos velada por el sereno cumplimiento del deber y la ausencia de emoción inherente a la normalidad ética." (J. Gomá Lanzón en su Aquiles en el Gineceo).
Probablemente hay una resistencia (que ciertamente forma parte de una visión estética --más que de un "estadio"-- de la vida) a integrarse, a fundirse en el núcelo de la normalidad, en el magma insustancial de los quehaceres y los días. El viaje nos proporciona la excusa, el estado de excepcionalidad, la patente de corso, permite una forma de inquietud sostenida.
Habla Gomá del "injusto desprestigio de la normalidad ética" que el romanticismo, con su defensa de la autenticidad y la unicidad, del genio, habría conllevado. A pesar de su dura reprimenda a los diletantes y otros perpetuadores de la estética del yo, puede deducirse cómo habrían de integrarse, a pesar de todo y de manera disonante, los momentos de excepcionalidad del yo en ese discurso total de lo que normalmente somos (esto es, lo que somos en la normalidad). Podría aducirse que tan pronto como la identidad (o la carga de nuestra narración) se instala en esa otra zona de fractura o de fricción, la distinción entre la normalidad y la excepcionalidad se torna irrelevante, improbable. Sin embargo, en primer lugar, no es este tipo de normalidad ética de la que se trata, sino la socialmente sancionada, la de esa corriente (de lo común que nos concierne, la polis) que nos arrastra con sus tiempos y sus exigencias. En segundo lugar, no es cierto que la tarea sea integrar momentos excepcionales en una corriente más ancha, sino que, al contrario, nuestras aventuras, los huracanes de un yo que fatiga los caminos en libertad, (nos) son tan constitutivas como los momentos de normalidad.
Sea como sea, nos toca ser héroes del día a día y bregar con nuestras disonancias. Y hasta los héroes hacen trampas, ¿o es que acaso no se disfrazaba Ulises? Vivimos con esa tensión entre un yo que se desea único, y poéticamente nacido para la aventura, y una comunidad que nos recuerda que de todas formas habremos de aceptar plena y alegremente que somos mortales y prosaicamente sustituibles. Así que, de momento, sólo un hasta luego a mi cielo con cables y nubes rayadas. Nos vemos en el próximo viaje.

martes, 18 de diciembre de 2007

Las maletas de Diógenes

El primer asalto al caos concienzudamente acumulado deja un resultado desolador, francamente. Ni idea de qué posibilidades me quedan a estas alturas de jugar al Tetris con el espacio, bastante es ya que hago lo propio con el tiempo, y, la verdad, "pa habernos matao", como siempre. Ingenua de mí, creí en un primer momento que el balance al menos sería algo equilibrado.

Pero no. El lado de los papelotes ha crecido mucho en los últimos momentos, aunque no tanto, ni tan exponencialmente, desde luego, como la columna de ensayos geográficos varios y otras insensateces que he devorado con autentico desconcierto estos últimos meses.

Ciertamente, esto tiene muy poco glamour, vamos, ninguno para ser exactos. Lo cual quiere decir que es bastante aproximado, la vida misma. Básicamente, guarrería en los bolsillos y una composición sin encuadre alguno, porque la mayoría de las veces, cuando uno mete la mano en los susodichos bolsillos, no se encuentra ese recuerdo sublime que desencadena la epifanía, no, sino una versión más modesta, ajustada y terriblemente veraz de lo que somos o nos constituye: pañuelos usados y tirando ya a viejos, anécdota menuda, alegre desatino, piltrafilla entrañable de la que es inhumano deshacerse.

El caso es que la pila de ficción (I y II) le va a la zaga a la columna de lo pretendidamente serio, aunque se queda muy atrás, dónde va a parar. Cosa rara, no obstante, porque habitualmente es la que arrasa con diferencia, que ya nos conocemos. En fin, ¡con lo que servidora ha sido!

Esto, en el lado de los haberes. En el lado de los deberes, todavía la cifra es traumática, así que toca emprender caminito de vuelta a la biblioteca. Y eso, por no hablar de la pila de los mapas, guías, recuerdos de lugares fatigados, y demás marabunta espaciosa. Totalmente insensato.

Así que son horas absurdas, más que raras. Este revoltijo de Watts con Compton, de la historia de los riots del 65 y del 92, y más libros de M. Davis, de querer leer en el espacio algo, y pensar si acaso ese "algo" que uno busca mientras desfila por las calles semidesiertas y persistentemente soleadas del sur de L.A., igual no es tal. O peor, es parte de la inquietud escéptica, ansiosa, con que el turista mira el desperfecto, las marcas de una violencia que es, sin emargo, invisible. Quedan tres niñas de piel muy oscura sobre el capó de un coche viejo, las plantaciones y los viveros debajo de las torretas de alta tensión, extendiéndose a lo largo de kilómetros, cuando los barrios empiezan o acaban. La valla que acota, el tren que cercena las calles, las autopistas que encierran y dividen, y nada contienen.
Queda este revoltijo de avenidas y luces, el café que emborrona los mapas, y el frío que me espera, que aguardo. Quedan las tardes con sus preguntas, cuando la vida no se revela o se esconde, y sus habitantes no atienden a razones, no las dan o no las tienen, acaso. Queda la tarea de seguir comprendiendo por qué vamos y venimos, por qué nos movemos, qué diantres buscamos, qué se nos ha perdido allá, o más allá todavía, si es que se nos ha perdido algo y no es más bien lo contrario, nosotros perdiéndonos la pista allá lejos, empezando las búsquedas por el final.
Queda, en fin, saber si volvemos con razones o con excusas.

lunes, 17 de diciembre de 2007

Desde la playa de la península de Coronado, en la bahía de San Diego, me dice adios el Pacífico. No, yo no me despido del mundo, sólo es que da vueltas, y a ratos, toca acariciar la sombra. Y ya pronto llega el solsticio de invierno, así que volaré cuando el eje de la tierra le esté dando su inclinada espalda al sol. Eso, o cambiar de hemisferio.

domingo, 16 de diciembre de 2007

Es cierto que casi no encontramos nieve, pues el sol castiga las laderas y en una semana las seca, las despuebla. Y así las hemos ido recorriendo hoy, esa tierra quemada que ya es mi hogar. Pero, por supuesto, no nos íbamos a ir con la manos vacías. De modo que trepamos a lo alto, huellas largas y hondas, y, mientras, hemos ido dando, poco a poco, la vuelta al globo en cada palabra, en una felicidad que ha sido blanca a la mañana -como Alaska-, amarilla y ocre a la tarde -como el otoño de los bosques canadienses-. Y a la vuelta: el valle, nuestras vidas teñidas de azul, naranja y rojo. Un soplo en el corazón. ¿Y para esto, hay cura para esto?

sábado, 15 de diciembre de 2007

El mundo se va cerrando sobre mí, en ese pequeño hueco por el que aún consigo ver el sol de este verano frío, sedoso, querible. Y según se va cerrado el tiempo, los momentos se hacen nostalgia, brillan un segundo y se apagan, se van yendo lejos mientras todavía puedo tocarlos. Ya había olvidado lo que era decir adiós a un lugar, el sabor de las últimas horas. Hemos matado la noche, hemos ardido de sueños y planes, queda saber cómo sobreponernos al día, cómo saldrá adelante la vida. Sin pensarlo mucho, imagino.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

Momentos

No se puede ir por esta vida sin un trípode, está claro, porque si no, la luna te baila, se mueve, dibuja querencias, deseos de otros planetas. Hace falta un apoyo, el paso lento de otros, confiar, dejarse descansar en la quietud de los astros. Empiezan a abrirse las grietas, un brillo de fiebre en los ojos, niebla en el cuerpo, y de repente, se hace un grumo, un remolino, una pompa en medio de un tiempo calmo, liso, extendido como un reflejo en el mar. El momento surge y la foto nos sale movida. Supongo que los momentos son al tiempo lo que los lugares al espacio. Un mapa no vale nada si no sabemos usarlo, si no se sitúa entre el cuerpo y el mundo, si no se llena de experiencia, de banderitas rojas que evocan los pasos, los momentos, los lugares. La luna bajando por Hilgard St., la primera visión del Pacífico en Venice, los pelícanos en su vuelo raso los domingos. Los momentos nos tienen, sí, no los tenemos nosotros a ellos. Pero como en todo, se puede hacer trampas, chascar los dedos, toquetear. Yo dejo miguitas. En los bolsillos de los abrigos me olvido aposta restos de los momentos, para que me ayuden a sobrellevar la vida diaria, esta víspera que no acaba. Así que ayer, cuando el frío apretaba sobre los libros y la noche azotaba, cansada, metí la mano en el bolsillo. Toqué un trozo de papel algo rugoso, una tarjeta doblada. Dudé, fruncí el ceño, lo saqué, miré.
"Cedar Lodge. 9966 Higway 140. El Portal, CA 95318". Sonreí. En un insantante, el otoño brotó en mi mano, la carretera serpenteó por mi mente, el valle se hizo profundo, tupido, angosto. Entró como un huracán el recuerdo de Yosemite, el sonido del río y las hojas cuajando en el suelo, el claror de la noche. Epifanías.
Después, volví a guardar la tarjeta en el bolsillo. Bástele a cada día su afán.

domingo, 9 de diciembre de 2007

"Hasta cortar los propios defectos puede ser peligroso -nunca se sabe cuál es el defecto que sustenta nuestro equilibrio interno." Tres hurras por Clarice, y el vicio como salvoconduto.

De lo insensato

Cuesta abajo, le arranco fuerzas al suelo. Sal que absorben mis pies, más pasos, asfalto de nuevo, vuelta al calor de la tarde, un poco de lluvia, neón y café, encuentros. Sobrevuelo las luces rojas de los coches desde el carril más alto, cuando la autopista gira y entra en un nudo vertiginoso, por viaductos esbeltos que se alzan sobre el edificio más alto. Las colinas quedan lejos, el horizonte las empuja y las acorrala, pero el sur se abre y desciende perdiéndose en la niebla. En un segundo, la ciudad se estira y se entrega sin resistencia, se desborda por todos sus lados, verde, amarilla, roja. Circulamos, y al cambiar de ángulo la ciudad vuelve a cerrarse, se repliega, se escorza y se acerca, topamos con los edificios, bajamos a tierra.
El cansancio sigue cayendo como un velo oscuro que adensa los días, alarga las noches, entorpece el paso, hace pesados los párpados. Pero no puede con esta felicidad callada que sopla desde el Pacífico. El cuerpo aguantará hasta el mismo momento en que suba al avión, lo sé. Después, preveo fiebre en el horizonte, el mundo apagándose y amaneciendo tres días después, ya en el 2008. Luego, otra vez a empezar. Cansarse, agotarse, revivirse, y volverse a cansar, llegar sin aliento de nuevo. Habría otras formas menos insensatas de vivir, desde luego, pero todavía nadie ha conseguido darme razones suficientes y convincentes para dejar ésta por otra. Any thoughts on keeping wildlife wild?

sábado, 8 de diciembre de 2007

Día de fuego cruzado en la mente. Metralla, revuelo, espantada. Parpadeo de ideas y el frenético chocar de las partículas. De nuevo en el disparadero. No está claro qué significa ser el que está del lado de las palabras, ni es seguro que vengan, que salgan, que sea posible encontrar el camino hacia ellas. Pero queda un rastro de luz. Viento solar, sí. Es más, "tormentas de viento solar", tal y como las retrata la sonda Hinode. De eso están hechos mis sueños hoy, porque buscan saber del naranja. Esos vientos naranjas que se agitan furiosos a una velocidad impensable, en medio de un vacío cósmico que no tiene sonidos. Ese flujo de gas que el sol escupe, electrizado, encrespado.

jueves, 6 de diciembre de 2007

Masa crítica

Sí, definitivamente he alcanzado la masa crítica, el cuerpo lo sabe, se queja, la mente se escurre por remolinos absurdos. He llegado al punto justo en que empieza la cuenta atrás, terrible, así que, granito a granito, el número de cosas pendientes, no hechas, por hacer, por ver, las buenas y las malas razones, se han ido sumando hasta la noche de ayer en que empezó a gotear la gotera. Y entonces dormir, es cosa del pasado. El libro que no sé donde he puesto, que me van a cascar, los papeles que me falta por firmar, las dos citas que me quedan, que ya me vale, los dos papers que debería haber terminado, el Westin Bonaventure Hotel que no se me escapará, los Hungtinton Gardens, Pasadena, San Diego, volver al camino del Pacífico, los cincuenta y cuatro libros de la biblioteca que se apilan en el suelo y con los que me tropiezo cada mañana, la difusa conciencia de tener volver, la aguda sensación de este punto del mapa, el descoloque del sol que me recuerda al verano y a una vuelta más de un viaje de agosto. Bolivia, sí, que ha llegado para quedarse. La inteligencia ajena, que me despierta con su brillo dos horas después de matar a Morfeo. El desorden que me acompaña a cada casa que voy, es pegajoso, un revoltijo de enseres que no atiende a motivos. Caos circulatorio. Quiero comer pescado ya, volver a Vancouver, un semestre en UBC, otro en Open University, London, mi ración de Patagonia, el delta del Okavango (falso delta, señores, milagro de las cuencas endorreicas, abanicos aluviales y tierras áridas). Proteste ya, cambie de ubicación. Y... báilame el agua, úntame de amor y otras fragancias secretas, etc.
Implosión. Cansancio, esa mezcla de sueño, hambre y niebla en la mirada que te hace desconectar con todo lo que sucede alrededor, como si mediara un abismo, como si implicarse, participar del mundo, fuese un desgaste mayor, una carrera para la que ya no quedan energías. En los días de cansancio la inquietud no llega a hacerse pregunta, no consigue formarse siquiera, definirse. Se queda vagamente zumbando, amorfamente flotando, fluyendo. Un centro de acción permanente, y el zumbido esparce un mar de azoro, de desconcierto, con cada latido.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

Ratones

Lavorare stanca, decía Pavese, y arrastramos los ojos por las páginas de libros y libros que se apilan en las mesas, arrastramos los pies por pasillos que se estrechan y resguardan nuestro cuerpo a la sombra de un mundo que, fuera, arde en el azul y el amarillo, en la sequedad de un viento que hace de la piel algo extraño, innecesario. La deriva en la biblioteca trae siempre sorpresas agradables (hay que dedicar al menos un día a la semana a cultivar a conciencia la dispersión de intereses). Curiosa dinámica la de interiores-exteriores. Diez minutos al sol es suficiente para reconciliarme con la vida; luego, vuelvo bajo los árboles, releo a mis chicos (Thoreau, Muir...) y me peleo con ellos. El paisaje nos afecta, sí, los kilómetros no pasan en balde, hay algo que cambia en lo que éramos al hollar esos caminos. Algo sin lo que ya no podemos entendernos. La pregunta que nos lanza a viajar nos cambia. Pero luego no se sabe por dónde continúa la historia, uno no siempre acierta con el hilo del que tirar. El argumento se queda a medias. Entonces, llega el café o el chocolate, los paseos, esa zona intermedia que se abre con la última luz, cuando la gente empieza a mirarse con más complicidad.
Después, de vuelta a la biblioteca voy soñando que los ratones se hayan comido los libros, invento un pequeño apocalipsis mientras los cuerpos se inclinan, meditan, reposan. Me sumerjo en círculos de luz cada vez más pequeños, hasta que claudico. Entonces emprendo el camino hacia la oscuridad de la parada del bus. Podría estar toda la vida aquí y sería incapaz de molestarme en mirar los horarios. Así que consumo tontamente una hora más para la última fotosíntesis, a la luz mortecina de la farola, mientras los tanques circulan escupiéndote su ruido, su furia, su exhalación.
El tejido de vida dentro del bus es impresionante; si no ocurre ninguna desgracia mayor, ningún exabrupto, enfado o desgaire, la cosa transcurre al ritmo de las pequeñas miserias, como ese gris sucio de los cristales, como la podre que trepa confundiéndose con los cuerpos. La lucha cotidiana se desploma en los asientos. La señora que se sube en mi parada se come un plátano y quita la piel a la vida con su relato, la queja puntual a su compañera de tres asientos más atrás. El resto dormitan, cabecean, desesperan, no miran, no sueñan ya con los jardines que habrán de arreglar otra vez a la mañana que siga a la noche. Se esconden tras sus capuchas, atrincherados. La chica que ocupa dos asientos con su cuerpo curtido en mil fast-food, se enfrasca en su ritual particular, le da tiempo a vestirse y desvestirse, maquillarse, reorganizarse la vida en su macro-bolso, y todavía mirarse en la indiferencia del cristal.
Al final, el autobus me vomita en una calle cualquiera, igual no se ve nada, salvo lo que los faros que uno lleve iluminen. Cruzo el umbral, me venzo en las palabras, sueños árticos. Hoy me han regalado un poema, sí, y una afirmación que viene a decir que un viaje es una pregunta. Como si tuviéramos un imán en el estómago, reptamos por la tierra, impelidos por un centro sobre el que gravitamos. El cuerpo pregunta al mundo de qué vivir, cómo, con qué sentido.

lunes, 3 de diciembre de 2007

Los domingos por la noche hay que poner siempre dirección Norte, nos pille donde nos pille el domingo, siempre lanzarse al camino, a la carretera, a la calle, al pasillo, pero en dirección Norte. Poner Richard Hawley (entradas en The Troubadour para el 13 de diciembre, ¡bingo!) y dejar que nos acompañe su voz unos cuantos metros, hasta que el sueño nos venza en una esquina, acurrucados en los huecos de la noche, abrazados al cuerpo caliente de la madrugada, sin pena, sin culpa. El lunes amanece entonces libre de rutinas, despistado, en un hogar nuevo de luces blancas, con palabras desperezando las horas. Pavement e Ian McEwan. Un vistazo rápido al mapa, Tacoma, Seattle y Port Angeles. Suficiente para empezar a soñar. Después, tropezar con uno mismo el resto de la jornada, resucitarse a empujones.
El domingo ha sido generoso conmigo, excelente cosecha: besos y felicidad desde Londres --lo que más me alegra y me llega--, y sol y levedad en el cielo en L.A. Un esqueleto de nubes a primera hora, formaciones cambiantes de media mañana y claridad a las cuatro de la tarde con el viento barriendo las colinas. Moderación en el Amoeba Music del Sunset Boulevard: un par de discos de Don Edwards, Iron&Wine, Marianne Faithfull, y ataque en la planta de arriba al western de John Ford y el documental "Manufactured Landscapes", de ese genio de la fotografía llamado Edward Burtynsky. Después, inmersion en McCarthy/Coen Brothers. "No country for old men", y el rostro cansado de Tommy Lee Jones, que sigue, como siempre, inmenso. Bardem da literalmente miedo, pero lo clava, hay que reconocerle al chico el mérito. El paisaje de la frontera es simplemente el paisaje. Texas, la rudeza de esas tierras semi-áridas, el horizonte inabarcable, la parquedad de gestos y las soledades, la sinrazón, el río Grande. Los moteles. Resulta un curioso cruce entre la vuelta al mejor espíritu de "Fargo" y la tierra polvorienta y reseca de "The three burials of Melquiades Estrada", sus lugares en medio de la nada, esos personajes olvidados del mundo, apartados. En este caso no hay venganza, ni redención, sólo camino, abandono. Locura. Bloodlust, America's soulless.
Para terminar de celebrarlo más Ben&Jerry's, tres libros de Barry Lopez, sus sueños árticos y sus notas de campo, y más Cormac McCarthy. Mientras, pienso en la épica, en el movimiento, y cruzo los dedos para que amanezca un Londres lleno de buenas razones. I'll be around, calling coyotes.

sábado, 1 de diciembre de 2007

Repescas

A estas alturas está más que claro que cada lugar tiene sus exigencias, y, por ende, sus ritmos, sus texturas, corrientes y resistencias. L.A. se ha hecho de rogar, es cierto, pero era cuestión de rondar al monstruito urbano. Finalmente, he caído rendida a sus pies. Me agarró, eso es todo, me estoy encariñando; así que preveo que me habrán de meter con palanca en el avión. Gosh!
De vuelta por los viejos aforismos lugareños, repesco éste: "Los lugares, como los párpados, se abren, se cierran. Como las luces, oscilan. Como las penas, nos consumen, nos muerden por dentro." (Sí, emprendo el largo viaje vila-matasiano, y me cito a mí misma.. ¡qué modelna!).
En mi mordida, queda un restaurante cálido en el centro de Flagstaff, el paseo en la noche fría y oscura con el tren cortando el paso y su silbido frenético. Las pintas y el silencio, el ronroneo del movimiento, la inercia de la carretera. El globo es anaranjado, lo pongo en el pescante, para que te hable de días cálidos, de la fraternidad, del empuje que nos reflota, o el del peso que desaloja el agua y nos deja respirar, por fin. Para que te hable de la esperanza, de una luna que aparece sobre los Vermillon Cliffs a las cinco de la tarde; sobre las ganas, sobre una montaña de energías que se esparcen por el mapa, aquí y allá.
Después de la lluvia de ayer, la claridad del cielo me ha traído de vuelta a las colinas, entre palmeras que el viento alborota, doblega, desordena, enreda dibujando líneas oscuras en el azul de la mañana. Hoy estoy en huelga, sí. He colgado la pancarta en la ventana: "On strike. 'Cause space matters!"
Quizá somos nosotros los que nos agarramos a los lugares, en la primera huida, y esa capa superficial de nosotros que sí puede dejarse atrás, nos deja libres un instante: libres para abrazarnos a lo nuevo con la excitación de los descubrimientos, libres para ser otros temporalmente. Hasta que saturamos los nuevos lugares con los virus del yo otra vez. Los ponemos perdidos de nosotros, y ya no aguantamos más en ellos. Swapping places. ¿Cómo hará la gente para vivir siempre en la misma casa?