jueves, 13 de diciembre de 2012

Sigue el manto verde de los pinos de estas colinas cercanas trayendo su aroma mediterráneo. Un año después ya. La luz se cuaja estos días de una neblina tersa y difuminada, y no termina de decidirse el cielo por el frío claro, pues la humedad entibia las casas, los cuerpos, las miradas. Dritte Adventswochenende. Mientras, alumbran dos velas la llegada de la tercera, y suena das, das sein muss. "Ärgre dich, o Seele nicht", aunque enseguida es Roma quien llama y pide y proclama. Ceden los coros, y vuelve una sonoridad más acorde con estas tierras. Un dolor nuevo se instala poco a poco y es la espera misma, el sabor agrio de la incertidumbre, el ritmo lento de lo que crece y fructifica y duele, dentro, carne sobre carne. Tras las casas y patios, con ese aire lejanemente palermitano y derruido, ocre y azul,  el cielo blanquecino murmura sus acordes, dejando caer monótonamente hilos de niebla, lamentos suaves, perezosos. Pasa la noche, un día y otro día más, y cualquiera de estas tardes destempladas impone su belleza de música lejana, que resuena ahora en casa con los los tonos de los Madrigali guerreri et amorosi de Monteverdi. Después poco queda del dolor, cuando en la oscuridad que protege al Misterio vence la Luz, y cubre el alba de destellos la noche. Cruza un instante con pasos pequeños la nave, devota oración, prendiendo el silencio de ruegos. No hay ya "más tarde", ni "luego", ni acaso después venidero que habite este tiempo.

domingo, 11 de marzo de 2012

El sol se retira pronto, oscureciendo estas suaves colinas mediterraneas que miran al mar y se pierden poco a poco en su silencio de pinos y sombras. El vacío que deja esa luz es remplazado ahora por un motete de Alonso Lobo, Versa est in luctum. 1598, año de la muerte de Felipe II. La misma luz que los domingos acaricia los muros de granito del monasterio de San Lorenzo el Real llena ahora con su polifonía, y con los ecos de Victoria, el vacío que deja el sol vespertino
En fin. Poco queda ya de nada. Le echaremos la culpa de todo a la modernidad, al nihilismo, a la cultura pop.

domingo, 15 de mayo de 2011

La luz estalla contra el cielo tras las tormentas de ayer, que fueron generosas, y cuaja de brillos los álamos dispersos por el campo. Las tardes se deshacen a un ritmo tranquilo, abril en tus manos, como el eco de un verso de Rosales, nostalgia de la nieve niña en las cumbres, del silencio azulado y frío del invierno, ya sepultado bajo la hora ardiente de las rocas, ahora que todo torna hacia el verde en el monte y el viento esparce espigas. A los pies del embalse rompen las pequeñas olas de junio, y ya parece lejos todo, Schubert, las sonatas, las nevadas, la luz pálida de Peñalara, los versos y la quebrantadura.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Cuatro días después de aquello di con mis huesos en el suelo, y, en el fondo, supongo que formaba parte de la misma alborotada alegría de aquellos días de mayo, del azul leve de los cielos por estas latitudes, y, acaso, la riada final que trajo el deshielo, la prolongación de aquella locura del invierno, de los casi nueve meses continuados de invierno de una a otra latitud, del hielo crujiendo bajo mis pies, y del dolor ahogándose bajo todo ese hielo.
Ahora, seis meses después me queda un extraño bulto sobre la piel, la cabeza de un tornillo que asoma, y seis más sobre una placa de titanio en la clavícula. Me queda algo de dolor, nada de fuerza, una sombra aún rosa en la piel y la persistente nostalgia de un cuerpo que era mío, de estar colgada de los brazos y dar vueltas, del desequilibrio de romper la nieve de una curva a otra en una pala norte ya casi en primavera.
De lo demás, sólo recuerdo el brillo y la luz de aquella mañana en el país de los piornales, el mar amarillo que se extendía a las faldas del Abantos y la potencia, algo así como ese fuego de los músculos que se prende en la sangre, el aceramiento de todo el cuerpo al hacerse paisaje. Recuerdo el nervio de mis piernas aquel día, y, 100 kilómetros después, ya sólo recuerdo aquella silueta con una pequeña mochila a la espalda, justo antes de tomar la curva en que tumbé. Sé que ella estaba preparada, con su rostro oscuro, pero acaso yo no, caí, cerré los ojos, y pude moverme ya poco, pero no me rebasó, en cualquier caso, y eso es todo. Y era como aquel caballo moribundo de días después, cabeza tapada, gris y mostaza, esquelético y olvidado entre la chatarra. Recuerdo haber hecho todavía unos cuantos kilómetros a pie, arrastrando la bici con el otro brazo y haber mirado con cierta distancia la piel desollada. Pero sobre todo, recuerdo la familiaridad de la dureza del suelo, un recuerdo proustiano que duró probablemente un microsegundo en la caída, pero me supo a infancia. Así de duro solía de estar el suelo cuando éramos pequeños y volábamos, y caíamos, y volábamos otra vez. A eso sabía, es verdad, esto era. Fue tan familiar aquella sensación, que casi se hace extraño. Ya sólo recuerdo esa dureza del suelo como un relámpago, no el dolor que vino después. O acaso, en el dolor me quedaba sólo aquel recuerdo, sólo a eso sabía. Luego el resto de los meses, un calor que era quietud y las sombras de la tarde en los versos, en las voces familiares.
Y ahora vuelven las sombras en las piedras, la luz oscura de por las mañanas, después de que la lluvia haya borrado el blanco y sople un viento Sur y nadie lo quiera. En las noches aún saben los sueños a eucalipto, y sólo siento como míos aquellos sentimientos, la calidez que se conquista a golpe de palabra y de comprensión tras cada herida, la herida que sólo está en las noches y en las palabras, en la manera en que callan las palabras al fondo de cada mirada que nos mira en los sueños con los ojos de la noche, cuando ya no somos de aquí, y poco importa la alegría tranquila de las rutinas y la solidez de los afectos del día, cuando sólo queda esa soledad en que habitamos aquellos lugares donde el viento de la noche aún huele a eucalipto.

miércoles, 26 de mayo de 2010

A veces la felicidad se parece a algunos días de mayo. Se parece al lento pasar de las tardes de primavera en el horizonte, con su naciente destello de viento y luz y agua, la presencia lejana de prados verdes, violetas, amarillos, caminos sin fin, y un claror que las horas abaten, que las sombras conquistan con su suavidad azul tarde. Algunos días de mayo, algunas mañanas de primavera, algunas noches silentes quedan en la memoria como un instante de intensa quietud, la "piel momentánea", el súbito misterio de la aurora, el escalofrío, dejarse caer en el abismo de los cuerpos, saberse un instante, no traicionar la dicha con palabras, con instituciones, asumir delicadamente el dolor de esas tardes de mayo que se parecen tanto a la felicidad porque contienen su propio acabamiento.

sábado, 1 de mayo de 2010

Because It's There...

El miércoles espero hasta muy entrada la noche, pendiente de las noticias que traerá el sol que ya va despuntando sobre las montañas nepalíes. Conocemos la historia, intuimos cuál será el desenlace, a pesar de que a los que hemos seguido estos meses el trabajo de los suizos, con su flamante Air Zermatt, aún nos cabe algo de esperanza. Entre tanto, releo pasajes de M. Herzog, en aquella primera ascensión al Annapurna, en la primavera de 1950, tras una larga temporada de reconocimiento y con el apremio ya de los monzones, encarando fieramente las largas y curvadas rampas de hielo, las abruptas franjas rocosas que protegen la cima. Desde entonces, esos glaciares que cierran y rodean por todas partes la caótica cara norte se han transformado y roto enormemente, hasta el punto de haberse convertido en cascadas de seracs colgantes, capaces de provocar enormes avalanchas y la constante caída de bloques de hielo, que suelen barrer con furia las laderas y ya no sólo los embudos que jalonan el paso a la cima (en la travesía bajo el cono que hay entre el C-2 y el C-3, donde precisamente embocan las avalanchas de la parte superior del Glaciar de la Hoz, con una barra de seracs de más de doscientos metros de espesor colgando, suspendida en el vacío, a mil metros), sino también, y en medio de la noche, los sucesivos campamentos de altura.
Vuelvo a los escritos de Mallory, fragmentos de sus cartas, de lo poco que hay publicado, y allí está la misma ansia, el mismo fervor de la imaginación (montañas que sólo existen en la historia de nuestra imaginación, claro, hechas a la medida de nuestros sueños), la misma pregunta sin respuesta... ¿cómo hacernos comprender?... Vuelvo como siempre a los clásicos, a Messner, a Buhl, a Diemberger... la muerte en lo alto, lo único que finalmente puede cerrar el círculo y dar sentido, en el camino de la búsqueda de ese mundo de hipoxia (lo contaba tan bien siempre Iñaki Ochoa... ). "Un final digno de su pasión dominadora", como escribió M. Herzog sobre la muerte en la montaña. "From death in valleys, deliver me O lord!", reza una célebre plegaria de alpinistas.
Intento olvidar todo el circo mediático que lleva ya tiempo montándose en torno a los ochomiles. No me interesa. Pienso en humildes titanes como Jorge Egocheaga o el entrañable Horia Colibasanu, que acompañó en aquellas tres largas noches a Iñaki a 7.400 y había vuelto esta vez a clavar la bandera de su amigo en la cima. Egocheaga siempre me impresiona también, gente que parece hecha de otra pasta. Había subido con Ramos la mañana anterior, habían abierto huella y hecho cima pronto (mucho antes que Oh Eun-Sun y que el resto de lo españoles). Y allí estaban esos dos titanes, dispuestos a subir de nuevo, en ese camino hecho de soledad y esfuerzo, de la larga sombra de un hechizo antiguo, de sueños y de una pasión (bien datada, como todas, con su propia historia), con el único sentido que acaso descubre quien ha conocido el frío, el miedo, la locura del azul.
Como en la célebre respuesta que Mallory, cansado de tantas veces la misma pregunta, dio a un periodista norteamericano que insistía en saber por qué ese empeño en escalar el Everest: "Because it's there". Pues eso, tan sencillo y misterioso como porque está allí. Allí, donde soñamos --como en todos los sueños modernos-- que el azul se desoculta. Allí, donde las montañas son --se vuelven, en un espejismo mortal-- dominios de sentido.

viernes, 23 de abril de 2010

De vuelta el tiempo se hace más denso, encalla y todo se llena de silencios, de distancia, de extrañeza. Miro los vaivenes del cielo, entre el blanco y el azul, como si alguna nube de las de allá arriba pudiera resguardarme del lento suceder de los segundos, de esa especie de aislamiento que traen las vueltas, la fatiga de perseguir obsesiones. Viajes, mar de fondo y, después, un tiempo poblado de lejanías, de instantes que nos cortan el paso y oscurecen cuanto nos rodea, cubriéndolo de indiferencia. Oigo pero apenas escucho, mientras ando a remolque de las nubes, como si buscara saber de dónde viene el viento y engancharme a su soplo, dejar atrás la gravidez de los cuerpos, el deber de estar presente, de pronunciarse. Vivir, mientras sea posible, en estado gaseoso, añorando a quienes, un día, fueron latido en esa nube, pulso acompasado, la certeza inolvidable de quien mira y sabe y entiende, y llega con su palabra al centro exacto del deseo. Ando calle arriba, o calle abajo, qué más da, sin mucha convicción, y en realidad recuerdo los ojos claros de Jorge reflejando el brillo del sol en un martes cualquiera, en el valle del Guarga, esa vida remansada, ya de años, a los pies de la Sierra de Aineto, el perfil suave, gris y amarillo de las areniscas deshaciéndose en la ladera, el pino, el árido transcurrir de los caminos de solana. Y en el brillo tímido de sus ojos, en su sonrisa cansada, en el pausado murmullo de su conversación reconozco el impulso de esa vida, el amor de inviernos ya olvidados, el aliento intacto de unas pocas convicciones. Creer que es posible vivir según ciertos impulsos del corazón. Y hacerlo. Habla con pesar y acaso busca un principio de esperanza que aún abra el tiempo, las sendas del porvenir. Quizás si consiguiese enamorarse mucho de nuevo, me dice, emprendería otro proyecto, se iría de aquellas sierras bajas, empezaría otra vida, otro lugar. Me habla de Ana, de una vida que terminó, de los hijos que se fueron, del cuerpo que cambia y no obedece, de lo que el tiempo nos concede o nos niega, de la incertidumbre. Pasamos la mañana apostados en los muros de la tapia, viendo a Olaf, a Selva y a los otros niños jugar en su clase de gimnasia. Hablamos del valle, de la vida cuando llegaron allá por los ochenta. Vamos a las colmenas, visitamos el viejo horno, Mica hace pan y un pastel para la tarde, comemos naranjas al sol el resto de la mañana. Reconozco en esos ojos el rumor de un deseo que me es cercano, comprensible. Es el brillo de los eucaliptos, es la voz de Chris al final de noche, la libertad de una vida que es proyecto, ahora y después, entonces, todavía. Ando y qué más da lo que queda del día, si ese tiempo que se cierra es tan sólo el recuerdo del sonido de la lluvia el domingo por la tarde en Jaca. El dolor del cuerpo, las heridas en los pies, por todas partes, la sensación de estar bajando todavía por las palas, las sombras perfectas del Aspe, las tablas que se hunden, que no corren, la nieve húmeda y pesada, que transforma ya en seguida, el arte de gestionar el desequilibrio, la concentración en cada giro, mirar la pendiente, lanzar el cuerpo. Ando y el cuerpo recuerda en las heridas el secreto de cada curva, lo que nos enseña la suma de los kilómetros, foquear a buen ritmo, someter al cuerpo que quiere andar como anda siempre y, sin embargo, hay que dejar ahora caer las rodillas en la subida para deslizar las tablas, sin cansarse, llegar anticipando ya la mejor salida, cruzar rápido la ladera, buscando el equilibrio con los brazos en las bajadas, golpeando el aire en cada giro. Necesita uno mirarse las heridas para entender de qué están hechas esas lejanías que nos pueblan a la vuelta, para saber de qué son la marca, cómo nos cambian los kilómetros. Y en los arañazos de la piel veo aún el espino blanco florecido, los erizones que cubren la ladera, el ocre y el verde del boj, los quejigos, los endrinos, las zarzas que cierran el paso en ese otro Pirineo habitado de olvido.

lunes, 12 de abril de 2010

A fond farewell to winterly blue..

Llevaba varios días sin parar un segundo y no con demasiadas horas de sueño acumuladas, pero por nada del mundo quería perderme este sábado de montañas. Simplemente se me hace intolerable lo contrario; simplemente cada vez se acortan más las vísperas, cada vez se me hace más pesada, no la vida en el valle, sino la sensación del tiempo que se acumula en el valle, la inutilidad de una vida invertida, más por inercia que por convencimiento, en Babilonia. Estos días sueño con que llegue ya mayo altivo y azul, el mayo en que, desde hace ya unos años, de vuelta siempre unas semanas a España, me instalo en la Sierra, y las mañanas nacen relucientes con un viento verde de ramas y trinos, con la sombra malva de la Maliciosa desde la ventana, y con esas tardes blancas que se estiran como gamos, de camino ya al verano, y saliendo a correr por los campos, sin prisa ni culpa, entre lavajos, con las primeras cigarras, y luego las largas noches estrelladas frente a las luces de Abantos y las sombras de Cabeza Lijar, dormir en la terraza.
El sábado, pues, a pesar de los pesares, madrugué todo lo que fue humanamente sensato y subí directa al puerto. Cuatro grados al sol, viento y ni un alma. Perfecto. Enseguida puse rumbo a Guarramillas, a buen paso, por el filo de la sombra, y rebasé ya por arriba a un par de chavales tirando de los esquíes en la mochila. Luego no encontré a nadie ya hasta Cabezas de Hierro. Arriba era todo restos del día anterior, pequeños canales de deshielo petrificados, llenos de burbujas, las últimas pisadas de la tarde anterior ya congeladas, y las formas extrañas del viento y de la noche. Al poner rumbo sureste en las primeras lomas, confirmé mis peores sospechas, y empecé a dudar de lo que aquel viento sur haría allá en Cabezas. Subía muy encajonado y a rachas por los barrancos, y, efectivamente, a la altura de Valdemartín era ya imposible tenerse en pie. Tuve que dejar la arista, tirar de pinchos y bajar un poco por la cara norte, bordeando para volver a asomarme al rato y echar cuentas. Desde el collado, empecé a pensar en las orientaciones y en qué sería del viento por allá. Decidí tirar. Tuve suerte y no me equivoqué. La subida a la Cabeza Menor fue rápida y muy alegre, y ya arriba, pude pasar bien por el norte parapetándome entre las piedras. Luego disfruté como una enana corriendo toda la bajada este sobre la nieve ya blandísima, y de carrerilla con el impulso subí la Cabeza Mayor.
Luego, en los collados, cuando más alegre me las veía me sorprendió, de nuevo, la primavera: rompió por segunda vez en estas últimas semanas mi ficción de vivir un perpetuo invierno, azul-gélido, azul-tarde. Así que durante una inquietante media hora mi cuerpo se me hizo extraño, tuve casi que aprender a andar de nuevo. Simplemente me sorprendió la piedra suelta, como me ha sorprendido la primavera tras ocho meses de ida y vuelta entre el invierno, como si nunca hubiera habido nada más allá. Acostumbrados al golpeteo furioso de los crampones sobre la nieve dura, al taconeo en las bajadas y los puntapiés en los corredores, en las paredes de hielo, de repente mis pies no sabían qué hacer, no entendían el suelo. Tenían que acostumbrarse de nuevo a la pisada de la primavera, a las traiciones del collado, a volver a juntarse, a alargar la pisada. Por un rato me sentí torpe y algo perdida.
Al llegar a Bailanderos la primavera era ya una realidad inaplazable. Así que paré por primera vez. Dejé en suspensión la alegría del buen paso, del murmullo certero del cuerpo que habla y canta y crea la montaña, como en Saint-Exupéry. Entonces eché la vista atrás, respiré hondo, hice acopio de fuerzas y despedí el invierno, mirando fijamente las tres corcovas de la Mujer Muerta: el gris y la sombra ganando ya a la nieve, dejando la piedra desnuda, al albur del sol y del verano que habrá de venir... Por unos minutos, el viento me trajo las largas tardes de infancia en el collado del Piornal viendo pasar los aviones, las mañanas de Semana Santa avistando cirros desde la Laguna, el frío de algunos domingos de invierno en Collado Ventoso, las voces, los afectos. Pensé divertida en la Cross de la Cuerda Larga, en los titanes que corren los 28 kilómetros de subidas y bajadas en poco más de tres horas (¡yo que los ando en más de cinco!), y sólo con pensarlo empecé a disfrutar más todavía de aquel momento: me propuse conseguir la misma alegría del cuerpo pero frenando el ritmo un poco, caminar atento y certero, para perderme del todo en la pasión del puro pasar, del puro hollar y estar y ver y dejar que la montaña toque y pase y atraviese, allá donde acaso ya me haya alcanzado mil veces, mil años de oración... el mismo paisaje y jamás podría cansarme. Así que, en honor a los titanes, me senté y saqué la libreta, garabateé hasta perder la conciencia del tiempo, con las manos ya heladas, conquistando otra vez todos los perfiles, hasta cerrar los ojos y sentir cómo la forma de esas lomas tendidas se me dibujaba en la piel, aristas de un alma en silencio. Y empecé a sospechar lo que siempre he sabido, que nunca seré una deportista, y lo poco que, en realidad, me interesa lo que quiera que sea eso del deporte, los cuerpos que suben y bajan, la contabilidad del esfuerzo y sus preceptos. Vaya timo de materialista que estoy hecha. Demócrito --y H., por cierto-- se estarán riendo de mí a carcajada limpia. Por otra parte, Martin, y H. también, se beberán un algo a mi salud, seguro.
En fin. El resto hasta llegar a la Najarra fue de nuevo lucha contra la primavera y confrontación ya antigua con el pedernal. Allí, como era pronto y no estaba cansada, decidí hacer el maula y tirar hacia el pico de las Cuatro Calles, que en la vertiente norte tenía mucha nieve y subir y bajar palas. Pero como intentar alcanzar el PR que baja a Miraflores, así a las bravas desde allí era una estupidez, tuve que retomar el camino a la Morcuera, y pasar por las palas que caen sobre el valle, cargaditas de nieve blanda, llenas de agujeros. A quién se le cuente, con piolet en mano por si las moscas en las barranqueras de la Najarra, qué vergüenza.
Luego el robledal fue una bendición, el suelo liso, recuperar la familiaridad del cuerpo, su movimiento fluido y cercano. Ya en el pueblo, el desasosiego me alcanzó en el sosiego. Como siempre. La impaciencia. No saber reposar. No poder estarse quieta. La compulsión del alma, la necesidad del movimiento. El viento de lo alto era allá abajo un ligera brisilla llena de ecos que trajo más primaveras, súbitamente dolorosas. The wind was just his voice, so truly, so deeply. Chris saying caring words, the silence coming up through the forest, the plovers calling from the gully, small clouds in the star light, bringing the warmth and the lovingness of the old nights, words swirling all over, finding their long way back to me. Entonces llamé y era sábado noche en Hobart, la música del Rektango contra los muros de un incipiente otoño, riding the bike tomorrow up to the top of Mount Wellington, wish you were here, etc. Y al mirar hacia arriba el sol deslumbraba, la primavera hería. Ojalá el alma descansara, doliera como el cuerpo, se dejara caer también rendida, olvidada, en medio de la noche.

viernes, 9 de abril de 2010

Still stoned on bliss

miércoles, 31 de marzo de 2010

L'azzurro di lontano...

Regreso lentamente de mis paseos estos días bajo el cielo de Eneas. Sigo escuchando el mar en mi cabeza de caracola, azul y lejos, cobijada aún en la sombra de los bosques de Brucio, tierras antaño pobladas de olmos, robles y hayas gigantes, esa "inmensa selva" de la que hablara Virgilio, y donde hoy casi ciega y ensordece un resplandor silente, bruma cerrada sobre la costa abriéndose a un ancho paisaje, limoneros, glicinias y retamas, amarillo que sube terso por las laderas, alimentado de siglos y de lágrimas de dioses vesubianos. "Posillipo altivo, brillante de mil fuegos", como en los versos de Nerval. Así vuelve el alma fatigada, de tanto tañer la lira de la imaginación, corazones errantes del Lacio, costas de Cumas, desfiladeros del Orco. "T'alluntane da stu core...". Pienso en Ungaretti, la desnudez de sus versos, el deseo que dura hasta que toca tierra ("Gli voli un desiderio,/ Quando toccato avrà la terra,/ Incarnerà la soffrenza"). Vuelvo al libro VI de la Eneida, mi preferido, todas esas topografías del dolor y del amor, el "olmo frondoso, descomunal" de donde Virgilio hizo crecer los "vanos sueños", la espera de los justos, el lento paso por los Campos de los Lloros. La herida de amor de Dido, el tierno abrazo de Anquises en el verde valle retirado, y ese "por fin viniste."
Al recorrer los senderos de la costa Almafitana pienso en la "luz exhausta del ocaso" que Malaparte contemplara con ojos ya cansados, entre el pudor y la humillación, aquellos años de guerra, su nostalgia de la vida serena, de los "caballos de Tivoli" volviendo al mar... Y creo entender algo de ese rincón de Capri, la casa sobre el acantilado, en Punta Masullo, el rojo pompeyano de las paredes, la mirada lenta tras el ventanal. Y de golpe me acuerdo de la ironía, esta vez doble, pues ahora descubro que dejé olvidado "Maledetti toscani" sobre la mesa del restaurante, cerca de Piazza Garibaldi, cuando ya me iba. Pasé una mañana tranquila rebuscando entre libros viejos de los puestos de Piazza Dante y por Bellini.. buscando algún atisbo de Curzio, alguna sombra de los dioses, de la melancólica brisa del Tirreno que traerle de vuelta a H. Sólo encontré una triste edición de bolsillo de un viejo Curzio ya maoista, temeroso de la muerte. Pensé que no podría aliviar ninguno de los males de H. con ese libro. Y recordé las tardes azules de este otoño pasado, entre Martin y Lady Blue, la lucidez de las noches en el claro de bosque, la complicidad de la ironía, mi sonrisa descreída de Lady Schopenhauer, sostenerle el pulso a las preguntas, aún cuando empiezan a doler. Y todo lo que acaso se pierda en el silencio, el reguero de cadáveres que deja el amor a su paso, la inutilidad del sufrimimiento, mi incapacidad aun hoy de comprender ese "amor o muerte". Y ahora que ha llegado el deshielo, que P. ha traído de vuelta la dulzura de todas las sonrisas, ordenando el rumor de las latitudes, las palabras, me doy cuenta de la dureza en que me he enrocado estos meses, impertinencia del córtex, puro músculo para no ceder al dolor. Y entiendo que acaso esa falta de compasión con que asisto al dolor de H. no es sino reflejo de mi lucha de hemisferio a hemisferio. No ceder a su dolor es no ceder al mío. No concederle la posibilidad de amarme ha sido no concederme la posibilidad de seguir amando yo, still stoned in bliss, la posibilidad de aquella otra vida, el ocre, miel, marrón, felicidad en el bosque de eucaliptos. Otra vez como en los versos de Bly de aquellas noches "Age may come, parting may come, death will come. A man and a woman sit near each other; as they breathe they feed someone we do not know, someone we know of, whom we have never seen."