El miércoles espero hasta muy entrada la noche, pendiente de las noticias que traerá el sol que ya va despuntando sobre las montañas nepalíes. Conocemos la historia, intuimos cuál será el desenlace, a pesar de que a los que hemos seguido estos meses el trabajo de los suizos, con su flamante Air Zermatt, aún nos cabe algo de esperanza. Entre tanto, releo pasajes de M. Herzog, en aquella primera ascensión al Annapurna, en la primavera de 1950, tras una larga temporada de reconocimiento y con el apremio ya de los monzones, encarando fieramente las largas y curvadas rampas de hielo, las abruptas franjas rocosas que protegen la cima. Desde entonces, esos glaciares que cierran y rodean por todas partes la caótica cara norte se han transformado y roto enormemente, hasta el punto de haberse convertido en cascadas de seracs colgantes, capaces de provocar enormes avalanchas y la constante caída de bloques de hielo, que suelen barrer con furia las laderas y ya no sólo los embudos que jalonan el paso a la cima (en la travesía bajo el cono que hay entre el C-2 y el C-3, donde precisamente embocan las avalanchas de la parte superior del Glaciar de la Hoz, con una barra de seracs de más de doscientos metros de espesor colgando, suspendida en el vacío, a mil metros), sino también, y en medio de la noche, los sucesivos campamentos de altura.
Vuelvo a los escritos de Mallory, fragmentos de sus cartas, de lo poco que hay publicado, y allí está la misma ansia, el mismo fervor de la imaginación (montañas que sólo existen en la historia de nuestra imaginación, claro, hechas a la medida de nuestros sueños), la misma pregunta sin respuesta... ¿cómo hacernos comprender?... Vuelvo como siempre a los clásicos, a Messner, a Buhl, a Diemberger... la muerte en lo alto, lo único que finalmente puede cerrar el círculo y dar sentido, en el camino de la búsqueda de ese mundo de hipoxia (lo contaba tan bien siempre Iñaki Ochoa... ). "Un final digno de su pasión dominadora", como escribió M. Herzog sobre la muerte en la montaña. "From death in valleys, deliver me O lord!", reza una célebre plegaria de alpinistas.
Intento olvidar todo el circo mediático que lleva ya tiempo montándose en torno a los ochomiles. No me interesa. Pienso en humildes titanes como Jorge Egocheaga o el entrañable Horia Colibasanu, que acompañó en aquellas tres largas noches a Iñaki a 7.400 y había vuelto esta vez a clavar la bandera de su amigo en la cima. Egocheaga siempre me impresiona también, gente que parece hecha de otra pasta. Había subido con Ramos la mañana anterior, habían abierto huella y hecho cima pronto (mucho antes que Oh Eun-Sun y que el resto de lo españoles). Y allí estaban esos dos titanes, dispuestos a subir de nuevo, en ese camino hecho de soledad y esfuerzo, de la larga sombra de un hechizo antiguo, de sueños y de una pasión (bien datada, como todas, con su propia historia), con el único sentido que acaso descubre quien ha conocido el frío, el miedo, la locura del azul.
Como en la célebre respuesta que Mallory, cansado de tantas veces la misma pregunta, dio a un periodista norteamericano que insistía en saber por qué ese empeño en escalar el Everest: "Because it's there". Pues eso, tan sencillo y misterioso como porque está allí. Allí, donde soñamos --como en todos los sueños modernos-- que el azul se desoculta. Allí, donde las montañas son --se vuelven, en un espejismo mortal-- dominios de sentido.
Vuelvo a los escritos de Mallory, fragmentos de sus cartas, de lo poco que hay publicado, y allí está la misma ansia, el mismo fervor de la imaginación (montañas que sólo existen en la historia de nuestra imaginación, claro, hechas a la medida de nuestros sueños), la misma pregunta sin respuesta... ¿cómo hacernos comprender?... Vuelvo como siempre a los clásicos, a Messner, a Buhl, a Diemberger... la muerte en lo alto, lo único que finalmente puede cerrar el círculo y dar sentido, en el camino de la búsqueda de ese mundo de hipoxia (lo contaba tan bien siempre Iñaki Ochoa... ). "Un final digno de su pasión dominadora", como escribió M. Herzog sobre la muerte en la montaña. "From death in valleys, deliver me O lord!", reza una célebre plegaria de alpinistas.
Intento olvidar todo el circo mediático que lleva ya tiempo montándose en torno a los ochomiles. No me interesa. Pienso en humildes titanes como Jorge Egocheaga o el entrañable Horia Colibasanu, que acompañó en aquellas tres largas noches a Iñaki a 7.400 y había vuelto esta vez a clavar la bandera de su amigo en la cima. Egocheaga siempre me impresiona también, gente que parece hecha de otra pasta. Había subido con Ramos la mañana anterior, habían abierto huella y hecho cima pronto (mucho antes que Oh Eun-Sun y que el resto de lo españoles). Y allí estaban esos dos titanes, dispuestos a subir de nuevo, en ese camino hecho de soledad y esfuerzo, de la larga sombra de un hechizo antiguo, de sueños y de una pasión (bien datada, como todas, con su propia historia), con el único sentido que acaso descubre quien ha conocido el frío, el miedo, la locura del azul.
Como en la célebre respuesta que Mallory, cansado de tantas veces la misma pregunta, dio a un periodista norteamericano que insistía en saber por qué ese empeño en escalar el Everest: "Because it's there". Pues eso, tan sencillo y misterioso como porque está allí. Allí, donde soñamos --como en todos los sueños modernos-- que el azul se desoculta. Allí, donde las montañas son --se vuelven, en un espejismo mortal-- dominios de sentido.