De vuelta el tiempo se hace más denso, encalla y todo se llena de silencios, de distancia, de extrañeza. Miro los vaivenes del cielo, entre el blanco y el azul, como si alguna nube de las de allá arriba pudiera resguardarme del lento suceder de los segundos, de esa especie de aislamiento que traen las vueltas, la fatiga de perseguir obsesiones. Viajes, mar de fondo y, después, un tiempo poblado de lejanías, de instantes que nos cortan el paso y oscurecen cuanto nos rodea, cubriéndolo de indiferencia. Oigo pero apenas escucho, mientras ando a remolque de las nubes, como si buscara saber de dónde viene el viento y engancharme a su soplo, dejar atrás la gravidez de los cuerpos, el deber de estar presente, de pronunciarse. Vivir, mientras sea posible, en estado gaseoso, añorando a quienes, un día, fueron latido en esa nube, pulso acompasado, la certeza inolvidable de quien mira y sabe y entiende, y llega con su palabra al centro exacto del deseo. Ando calle arriba, o calle abajo, qué más da, sin mucha convicción, y en realidad recuerdo los ojos claros de Jorge reflejando el brillo del sol en un martes cualquiera, en el valle del Guarga, esa vida remansada, ya de años, a los pies de la Sierra de Aineto, el perfil suave, gris y amarillo de las areniscas deshaciéndose en la ladera, el pino, el árido transcurrir de los caminos de solana. Y en el brillo tímido de sus ojos, en su sonrisa cansada, en el pausado murmullo de su conversación reconozco el impulso de esa vida, el amor de inviernos ya olvidados, el aliento intacto de unas pocas convicciones. Creer que es posible vivir según ciertos impulsos del corazón. Y hacerlo. Habla con pesar y acaso busca un principio de esperanza que aún abra el tiempo, las sendas del porvenir. Quizás si consiguiese enamorarse mucho de nuevo, me dice, emprendería otro proyecto, se iría de aquellas sierras bajas, empezaría otra vida, otro lugar. Me habla de Ana, de una vida que terminó, de los hijos que se fueron, del cuerpo que cambia y no obedece, de lo que el tiempo nos concede o nos niega, de la incertidumbre. Pasamos la mañana apostados en los muros de la tapia, viendo a Olaf, a Selva y a los otros niños jugar en su clase de gimnasia. Hablamos del valle, de la vida cuando llegaron allá por los ochenta. Vamos a las colmenas, visitamos el viejo horno, Mica hace pan y un pastel para la tarde, comemos naranjas al sol el resto de la mañana. Reconozco en esos ojos el rumor de un deseo que me es cercano, comprensible. Es el brillo de los eucaliptos, es la voz de Chris al final de noche, la libertad de una vida que es proyecto, ahora y después, entonces, todavía. Ando y qué más da lo que queda del día, si ese tiempo que se cierra es tan sólo el recuerdo del sonido de la lluvia el domingo por la tarde en Jaca. El dolor del cuerpo, las heridas en los pies, por todas partes, la sensación de estar bajando todavía por las palas, las sombras perfectas del Aspe, las tablas que se hunden, que no corren, la nieve húmeda y pesada, que transforma ya en seguida, el arte de gestionar el desequilibrio, la concentración en cada giro, mirar la pendiente, lanzar el cuerpo. Ando y el cuerpo recuerda en las heridas el secreto de cada curva, lo que nos enseña la suma de los kilómetros, foquear a buen ritmo, someter al cuerpo que quiere andar como anda siempre y, sin embargo, hay que dejar ahora caer las rodillas en la subida para deslizar las tablas, sin cansarse, llegar anticipando ya la mejor salida, cruzar rápido la ladera, buscando el equilibrio con los brazos en las bajadas, golpeando el aire en cada giro. Necesita uno mirarse las heridas para entender de qué están hechas esas lejanías que nos pueblan a la vuelta, para saber de qué son la marca, cómo nos cambian los kilómetros. Y en los arañazos de la piel veo aún el espino blanco florecido, los erizones que cubren la ladera, el ocre y el verde del boj, los quejigos, los endrinos, las zarzas que cierran el paso en ese otro Pirineo habitado de olvido.