Regreso lentamente de mis paseos estos días bajo el cielo de Eneas. Sigo escuchando el mar en mi cabeza de caracola, azul y lejos, cobijada aún en la sombra de los bosques de Brucio, tierras antaño pobladas de olmos, robles y hayas gigantes, esa "inmensa selva" de la que hablara Virgilio, y donde hoy casi ciega y ensordece un resplandor silente, bruma cerrada sobre la costa abriéndose a un ancho paisaje, limoneros, glicinias y retamas, amarillo que sube terso por las laderas, alimentado de siglos y de lágrimas de dioses vesubianos. "Posillipo altivo, brillante de mil fuegos", como en los versos de Nerval. Así vuelve el alma fatigada, de tanto tañer la lira de la imaginación, corazones errantes del Lacio, costas de Cumas, desfiladeros del Orco. "T'alluntane da stu core...". Pienso en Ungaretti, la desnudez de sus versos, el deseo que dura hasta que toca tierra ("Gli voli un desiderio,/ Quando toccato avrà la terra,/ Incarnerà la soffrenza"). Vuelvo al libro VI de la Eneida, mi preferido, todas esas topografías del dolor y del amor, el "olmo frondoso, descomunal" de donde Virgilio hizo crecer los "vanos sueños", la espera de los justos, el lento paso por los Campos de los Lloros. La herida de amor de Dido, el tierno abrazo de Anquises en el verde valle retirado, y ese "por fin viniste."
Al recorrer los senderos de la costa Almafitana pienso en la "luz exhausta del ocaso" que Malaparte contemplara con ojos ya cansados, entre el pudor y la humillación, aquellos años de guerra, su nostalgia de la vida serena, de los "caballos de Tivoli" volviendo al mar... Y creo entender algo de ese rincón de Capri, la casa sobre el acantilado, en Punta Masullo, el rojo pompeyano de las paredes, la mirada lenta tras el ventanal. Y de golpe me acuerdo de la ironía, esta vez doble, pues ahora descubro que dejé olvidado "Maledetti toscani" sobre la mesa del restaurante, cerca de Piazza Garibaldi, cuando ya me iba. Pasé una mañana tranquila rebuscando entre libros viejos de los puestos de Piazza Dante y por Bellini.. buscando algún atisbo de Curzio, alguna sombra de los dioses, de la melancólica brisa del Tirreno que traerle de vuelta a H. Sólo encontré una triste edición de bolsillo de un viejo Curzio ya maoista, temeroso de la muerte. Pensé que no podría aliviar ninguno de los males de H. con ese libro. Y recordé las tardes azules de este otoño pasado, entre Martin y Lady Blue, la lucidez de las noches en el claro de bosque, la complicidad de la ironía, mi sonrisa descreída de Lady Schopenhauer, sostenerle el pulso a las preguntas, aún cuando empiezan a doler. Y todo lo que acaso se pierda en el silencio, el reguero de cadáveres que deja el amor a su paso, la inutilidad del sufrimimiento, mi incapacidad aun hoy de comprender ese "amor o muerte". Y ahora que ha llegado el deshielo, que P. ha traído de vuelta la dulzura de todas las sonrisas, ordenando el rumor de las latitudes, las palabras, me doy cuenta de la dureza en que me he enrocado estos meses, impertinencia del córtex, puro músculo para no ceder al dolor. Y entiendo que acaso esa falta de compasión con que asisto al dolor de H. no es sino reflejo de mi lucha de hemisferio a hemisferio. No ceder a su dolor es no ceder al mío. No concederle la posibilidad de amarme ha sido no concederme la posibilidad de seguir amando yo, still stoned in bliss, la posibilidad de aquella otra vida, el ocre, miel, marrón, felicidad en el bosque de eucaliptos. Otra vez como en los versos de Bly de aquellas noches "Age may come, parting may come, death will come. A man and a woman sit near each other; as they breathe they feed someone we do not know, someone we know of, whom we have never seen."
Al recorrer los senderos de la costa Almafitana pienso en la "luz exhausta del ocaso" que Malaparte contemplara con ojos ya cansados, entre el pudor y la humillación, aquellos años de guerra, su nostalgia de la vida serena, de los "caballos de Tivoli" volviendo al mar... Y creo entender algo de ese rincón de Capri, la casa sobre el acantilado, en Punta Masullo, el rojo pompeyano de las paredes, la mirada lenta tras el ventanal. Y de golpe me acuerdo de la ironía, esta vez doble, pues ahora descubro que dejé olvidado "Maledetti toscani" sobre la mesa del restaurante, cerca de Piazza Garibaldi, cuando ya me iba. Pasé una mañana tranquila rebuscando entre libros viejos de los puestos de Piazza Dante y por Bellini.. buscando algún atisbo de Curzio, alguna sombra de los dioses, de la melancólica brisa del Tirreno que traerle de vuelta a H. Sólo encontré una triste edición de bolsillo de un viejo Curzio ya maoista, temeroso de la muerte. Pensé que no podría aliviar ninguno de los males de H. con ese libro. Y recordé las tardes azules de este otoño pasado, entre Martin y Lady Blue, la lucidez de las noches en el claro de bosque, la complicidad de la ironía, mi sonrisa descreída de Lady Schopenhauer, sostenerle el pulso a las preguntas, aún cuando empiezan a doler. Y todo lo que acaso se pierda en el silencio, el reguero de cadáveres que deja el amor a su paso, la inutilidad del sufrimimiento, mi incapacidad aun hoy de comprender ese "amor o muerte". Y ahora que ha llegado el deshielo, que P. ha traído de vuelta la dulzura de todas las sonrisas, ordenando el rumor de las latitudes, las palabras, me doy cuenta de la dureza en que me he enrocado estos meses, impertinencia del córtex, puro músculo para no ceder al dolor. Y entiendo que acaso esa falta de compasión con que asisto al dolor de H. no es sino reflejo de mi lucha de hemisferio a hemisferio. No ceder a su dolor es no ceder al mío. No concederle la posibilidad de amarme ha sido no concederme la posibilidad de seguir amando yo, still stoned in bliss, la posibilidad de aquella otra vida, el ocre, miel, marrón, felicidad en el bosque de eucaliptos. Otra vez como en los versos de Bly de aquellas noches "Age may come, parting may come, death will come. A man and a woman sit near each other; as they breathe they feed someone we do not know, someone we know of, whom we have never seen."