miércoles, 5 de diciembre de 2007

Ratones

Lavorare stanca, decía Pavese, y arrastramos los ojos por las páginas de libros y libros que se apilan en las mesas, arrastramos los pies por pasillos que se estrechan y resguardan nuestro cuerpo a la sombra de un mundo que, fuera, arde en el azul y el amarillo, en la sequedad de un viento que hace de la piel algo extraño, innecesario. La deriva en la biblioteca trae siempre sorpresas agradables (hay que dedicar al menos un día a la semana a cultivar a conciencia la dispersión de intereses). Curiosa dinámica la de interiores-exteriores. Diez minutos al sol es suficiente para reconciliarme con la vida; luego, vuelvo bajo los árboles, releo a mis chicos (Thoreau, Muir...) y me peleo con ellos. El paisaje nos afecta, sí, los kilómetros no pasan en balde, hay algo que cambia en lo que éramos al hollar esos caminos. Algo sin lo que ya no podemos entendernos. La pregunta que nos lanza a viajar nos cambia. Pero luego no se sabe por dónde continúa la historia, uno no siempre acierta con el hilo del que tirar. El argumento se queda a medias. Entonces, llega el café o el chocolate, los paseos, esa zona intermedia que se abre con la última luz, cuando la gente empieza a mirarse con más complicidad.
Después, de vuelta a la biblioteca voy soñando que los ratones se hayan comido los libros, invento un pequeño apocalipsis mientras los cuerpos se inclinan, meditan, reposan. Me sumerjo en círculos de luz cada vez más pequeños, hasta que claudico. Entonces emprendo el camino hacia la oscuridad de la parada del bus. Podría estar toda la vida aquí y sería incapaz de molestarme en mirar los horarios. Así que consumo tontamente una hora más para la última fotosíntesis, a la luz mortecina de la farola, mientras los tanques circulan escupiéndote su ruido, su furia, su exhalación.
El tejido de vida dentro del bus es impresionante; si no ocurre ninguna desgracia mayor, ningún exabrupto, enfado o desgaire, la cosa transcurre al ritmo de las pequeñas miserias, como ese gris sucio de los cristales, como la podre que trepa confundiéndose con los cuerpos. La lucha cotidiana se desploma en los asientos. La señora que se sube en mi parada se come un plátano y quita la piel a la vida con su relato, la queja puntual a su compañera de tres asientos más atrás. El resto dormitan, cabecean, desesperan, no miran, no sueñan ya con los jardines que habrán de arreglar otra vez a la mañana que siga a la noche. Se esconden tras sus capuchas, atrincherados. La chica que ocupa dos asientos con su cuerpo curtido en mil fast-food, se enfrasca en su ritual particular, le da tiempo a vestirse y desvestirse, maquillarse, reorganizarse la vida en su macro-bolso, y todavía mirarse en la indiferencia del cristal.
Al final, el autobus me vomita en una calle cualquiera, igual no se ve nada, salvo lo que los faros que uno lleve iluminen. Cruzo el umbral, me venzo en las palabras, sueños árticos. Hoy me han regalado un poema, sí, y una afirmación que viene a decir que un viaje es una pregunta. Como si tuviéramos un imán en el estómago, reptamos por la tierra, impelidos por un centro sobre el que gravitamos. El cuerpo pregunta al mundo de qué vivir, cómo, con qué sentido.