martes, 18 de diciembre de 2007

Las maletas de Diógenes

El primer asalto al caos concienzudamente acumulado deja un resultado desolador, francamente. Ni idea de qué posibilidades me quedan a estas alturas de jugar al Tetris con el espacio, bastante es ya que hago lo propio con el tiempo, y, la verdad, "pa habernos matao", como siempre. Ingenua de mí, creí en un primer momento que el balance al menos sería algo equilibrado.

Pero no. El lado de los papelotes ha crecido mucho en los últimos momentos, aunque no tanto, ni tan exponencialmente, desde luego, como la columna de ensayos geográficos varios y otras insensateces que he devorado con autentico desconcierto estos últimos meses.

Ciertamente, esto tiene muy poco glamour, vamos, ninguno para ser exactos. Lo cual quiere decir que es bastante aproximado, la vida misma. Básicamente, guarrería en los bolsillos y una composición sin encuadre alguno, porque la mayoría de las veces, cuando uno mete la mano en los susodichos bolsillos, no se encuentra ese recuerdo sublime que desencadena la epifanía, no, sino una versión más modesta, ajustada y terriblemente veraz de lo que somos o nos constituye: pañuelos usados y tirando ya a viejos, anécdota menuda, alegre desatino, piltrafilla entrañable de la que es inhumano deshacerse.

El caso es que la pila de ficción (I y II) le va a la zaga a la columna de lo pretendidamente serio, aunque se queda muy atrás, dónde va a parar. Cosa rara, no obstante, porque habitualmente es la que arrasa con diferencia, que ya nos conocemos. En fin, ¡con lo que servidora ha sido!

Esto, en el lado de los haberes. En el lado de los deberes, todavía la cifra es traumática, así que toca emprender caminito de vuelta a la biblioteca. Y eso, por no hablar de la pila de los mapas, guías, recuerdos de lugares fatigados, y demás marabunta espaciosa. Totalmente insensato.

Así que son horas absurdas, más que raras. Este revoltijo de Watts con Compton, de la historia de los riots del 65 y del 92, y más libros de M. Davis, de querer leer en el espacio algo, y pensar si acaso ese "algo" que uno busca mientras desfila por las calles semidesiertas y persistentemente soleadas del sur de L.A., igual no es tal. O peor, es parte de la inquietud escéptica, ansiosa, con que el turista mira el desperfecto, las marcas de una violencia que es, sin emargo, invisible. Quedan tres niñas de piel muy oscura sobre el capó de un coche viejo, las plantaciones y los viveros debajo de las torretas de alta tensión, extendiéndose a lo largo de kilómetros, cuando los barrios empiezan o acaban. La valla que acota, el tren que cercena las calles, las autopistas que encierran y dividen, y nada contienen.
Queda este revoltijo de avenidas y luces, el café que emborrona los mapas, y el frío que me espera, que aguardo. Quedan las tardes con sus preguntas, cuando la vida no se revela o se esconde, y sus habitantes no atienden a razones, no las dan o no las tienen, acaso. Queda la tarea de seguir comprendiendo por qué vamos y venimos, por qué nos movemos, qué diantres buscamos, qué se nos ha perdido allá, o más allá todavía, si es que se nos ha perdido algo y no es más bien lo contrario, nosotros perdiéndonos la pista allá lejos, empezando las búsquedas por el final.
Queda, en fin, saber si volvemos con razones o con excusas.