Quizá los viajes de vuelta no tienen víspera, sino luto o más bien impaciencia, inconstancia, desconcierto, esa curiosa ansiedad de todos los estados intermedios que, para variar, vienen cargados de preguntas. No, uno no vuelve más sabio y mejor, sino con más extravíos, con menos soluciones a mano, con la confusa sensación de haber buscado, acaso, donde no era, urgardo donde no debía. Basta con plantear las preguntas de manera incorrecta para que éstas se ensanchen falsamente, parezcan no tener respuesta. Lo que vamos buscando en los ires y venires es lo suficientemente prosaico y concreto, para que la pregunta, planteada de manera abstracta, sea una trampa, retórica, pasatiempo, mise en abîme.
Pero vayamos al campo base: el lugar donde, a pesar de las correrías, las inconstancias espaciales y otras cesuras geográficas, depositamos nuestros afectos, lo que importa, el valor de las cosas que nos definen, las razones para hacer altos en el camino y encontrarse. Quizá el movimiento es incompatible con según qué grados o formas de compromiso, o beneficia la superficialidad en detrimento de las constancias o consistencias de ciertos "estares". Aunque ni siquiera sería eso lo más importante, si no saber por qué moverse, qué está detrás de todo este embrollo.
"Cada yo cotidiano encierra un dilema, una decisión heroica y una tragedia, aunque esta realidad quede en la mayor parte de los casos velada por el sereno cumplimiento del deber y la ausencia de emoción inherente a la normalidad ética." (J. Gomá Lanzón en su Aquiles en el Gineceo).
Probablemente hay una resistencia (que ciertamente forma parte de una visión estética --más que de un "estadio"-- de la vida) a integrarse, a fundirse en el núcelo de la normalidad, en el magma insustancial de los quehaceres y los días. El viaje nos proporciona la excusa, el estado de excepcionalidad, la patente de corso, permite una forma de inquietud sostenida.
Habla Gomá del "injusto desprestigio de la normalidad ética" que el romanticismo, con su defensa de la autenticidad y la unicidad, del genio, habría conllevado. A pesar de su dura reprimenda a los diletantes y otros perpetuadores de la estética del yo, puede deducirse cómo habrían de integrarse, a pesar de todo y de manera disonante, los momentos de excepcionalidad del yo en ese discurso total de lo que normalmente somos (esto es, lo que somos en la normalidad). Podría aducirse que tan pronto como la identidad (o la carga de nuestra narración) se instala en esa otra zona de fractura o de fricción, la distinción entre la normalidad y la excepcionalidad se torna irrelevante, improbable. Sin embargo, en primer lugar, no es este tipo de normalidad ética de la que se trata, sino la socialmente sancionada, la de esa corriente (de lo común que nos concierne, la polis) que nos arrastra con sus tiempos y sus exigencias. En segundo lugar, no es cierto que la tarea sea integrar momentos excepcionales en una corriente más ancha, sino que, al contrario, nuestras aventuras, los huracanes de un yo que fatiga los caminos en libertad, (nos) son tan constitutivas como los momentos de normalidad.
Sea como sea, nos toca ser héroes del día a día y bregar con nuestras disonancias. Y hasta los héroes hacen trampas, ¿o es que acaso no se disfrazaba Ulises? Vivimos con esa tensión entre un yo que se desea único, y poéticamente nacido para la aventura, y una comunidad que nos recuerda que de todas formas habremos de aceptar plena y alegremente que somos mortales y prosaicamente sustituibles. Así que, de momento, sólo un hasta luego a mi cielo con cables y nubes rayadas. Nos vemos en el próximo viaje.