jueves, 31 de julio de 2008

Llevo tiempo queriendo escribir algo sobre la dinámica de los espacios interiores-exteriores en el cine de Kim Ki-duk, sobre sus geografías de agua y de tierra, sobre sus "conflicting spaces" y la irrupción de esa otra dimensión aérea que reconfigura radicalmente los lugares que habitan sus personajes. Esa coreografía de cuerpos, de manos que señalan o intentan acariciar y, a veces, interrumpen su trayectoria, quedan en suspensión, acalladas, y no llegan a esbozar la historia completa de su propia gestualidad. Esas manos que flotan, que arañan o muerden, rabian o apaciguan....
Sabemos qué es lo que pasa cuando las palabras no llegan, cuando el silencio, el desprecio o la incomprensión las hacen inservibles. Las hemos visto cuando quedan muertas a medio camino, y, acaso, nos hemos acostumbrado. Sabemos menos, sin embargo, de la vida de los gestos, de los mundos que hacen y deshacen, de lo que nos entregan o de lo que nos roban: de lo que nos dejan de dar o de lo que expira con ellos, precisamente, cuando forman parte de trayectorias inconclusas, aporéticas, agónicas.
El de las películas de Kim Ki-duk es un mundo al que ni siquiera llega la palabra, porque ésta, cuando irrumpe, nada tiene que hacer, es una palabra desposeída, árida, ruido apenas: la palabra no es lugar de sentido, si no, al contrario, su lecho de muerte. En los cuerpos, está, sin embargo, la única posibilidad de trascender esa muerte que arrastran las palabras, de insuflar de vida los silencios. Si su mundo se transforma a ratos en un universo poético (poéticamente significativo) es porque los gestos abren grietas de luz, anuncian un principio de sentido o de comunicación. No siempre es así, claro, o sólo lo es bajo determinadas circunstancias, pues esas geografías gestuales nos hablan precisamene de mundos que, más allá de nuestra voluntad, se abren y cierran pero sólo a veces se engarzan.
En fin, en realidad, creo que ni siquiera llego a discernir si sus películas me gustan o no, sólo sé que me agobian sobremanera, y quizá más que por su carácter claustrofóbico, por la rotundidad de los gestos que contienen, claro. Me apabullan. Es un tipo de cine que se (te) impone en cada imagen, que apenas te deja espacio, que te lo quita y te corta, sí, el "tiempo", el "aliento". Y que te llega a anular (al menos es como yo me siento siempre, hundida en la butaca, exhausta). Uno sólo empieza a reflotar horas, días después, cuando la película va creciendo en la memoria. Salvo "Hierro 3", claro, que es más aérea, el resto, me agobian muchísimo, quizás simplemente porque me angustia demasiado (excepto, otra vez, cuando es aérea) no la incomunicación que está presente en todo su cine, sino esa mirada a la incomunicación, los caminos que toma. Será que soy de Calvino (de Italo, vaya), de la levedad, de la ligereza redentora del Lost in translation, y no de esa pesada carga que arrastran los cuerpos cuando se hacen silencio, enclaustrándose. Conviven, no obstante, esos dos universos en el cine de Kim Ki-duk, el de unos paisajes plomizos a los que los personajes están, literalmente, pegados, cosidos, absorbidos, como si todo lo que pudieran hacer es reptar por una superficie que amenza con sepultarlos; y un mundo del que a veces consiguen despegar, como si fuera posible nacer a una nueva vida permaneciendo en ese mismo lugar, con tan sólo dejar abierta la herida, mirarla hasta desangrarse, y entonces, resucitar. Reptiles y pájaros. Tierra y nubes. En medio, una inquietante extensión de agua oscura, sin reflejo.
De nuevo en "Aliento" (Soom) está todo Kim Ki-duk: las estaciones, la circularidad de la vida y la muerte que emerge, despuntando, en y por la agonía; el silencio y la incomunicación, el silencio y la comunicación, los cuerpos y el ensimismamiento de los gestos, su exhalación, la certeza desgaradora de las presencias, la invisiblidad, la desolación de los paisajes, fríos, asépticos. La desesperación, la angustiosa mirada a la vida y la constatación de nuestra incapacidad de amar. Y, al fin, una serenidad que parece que sólo llega emparejada a la muerte (la real y la de una aceptación sumisa del orden de las cosas -también del orden de las cosas después de la catarsis- que, al cabo, nos entierra en vida).
Siempre he creído que la humanidad se divide, básicamente, en dos: aquellos que no desayunan, o lo hacen rápidamente, y aquellos que desayunan con lentitud, una, dos, tres veces. Y no por afán, salud o glotonería, sino por pura desgana, para desentenderse del día: conseguir dar un rodeo, y, así, andar bajo la luz parafraseando la noche, evitando preludios, con pasos oscuros.
De los primeros, lo desconozco todo. Ignoro por qué se lanzan, presurosos, a la mañana y se entregan, ensimismados, a sus promesas, tareas o desafíos. A los segundos se lo debo todo, a los que remolonean indefinidamente en los lindes de la madrugada, huyendo aún de la claridad, tratando de retener el confuso aliento de la noche, sus alaridos de soledad, el desamparo de sueños tumultuosos. Nunca he sentido especial curiosidad por el día, aunque sí, en cambio, pavor por la noche. No obstante, siempre quise retenerla en cada café.

miércoles, 23 de julio de 2008

To all of you

"Los años son un pozo de memorias, hilachas de odio/ lindas plenitudes" escribió Benedetti. Siempre me solían dejar bastante indiferentes los cumpleaños, hasta que entendí la importancia que tienen, no para nosotros, sino para los otros: los que vienen, cargados de ilusión, a ofrecernos su palabra, su mirada, su cariño sincero. Disfrutamos viendo a los otros disfrutar. "Un sencillo tributo que me ofrezco haciéndome el incauto", sigue Benedetti. Acaso dejarse felicitar es lo único que necesitamos para empezar a comprender el orden de las cosas (que somos). Nada tiene que ver con la tonta vanidad que nos colmata, sino con la felicidad que vemos, al pronunciar esa sola palabra, en los rostros de quienes nos quieren. Y nos miman. Dejarse felicitar, no por cuidar nuestras ilusiones, sino por reconocer que las de los otros están puestas en nosotros, y que las nuestras llegan con las suyas.

martes, 22 de julio de 2008

On days & walks

Pareciera que el deseo es una tumultuosa presencia que se nos agolpa como un zarzal de nubes. Crece en torno a lo que somos, como una enredadera, o, más bien, es al cabo lo que somos, acaso la esencia de nuestra vulnerabilidad. Si no quisiéramos, si no soñáramos con que llegara el cielo que está, parado, al otro lado de los montes, si comprendiéramos, si esto o si aquello... Da lo mismo. Sin todo eso seríamos igual de vulnerables, vulnerables por otras razones, por las mismas que una mañana clara puede doler, con su arañazo de belleza, o una tarde de tormenta puede dejarnos sin aliento.
Dias proustianos, parece. El amor como ausencia, el deseo como lugar de la identidad (o de su imposibilidad). A pesar de todo, me mantengo en la línea de flotación. Voy y vengo con desgana a Madrid alejándome cada vez más de ella, poniendo en cuarentena sus ruidos y su polvo, su letanía de calles abarrotadas, colapsadas, agonizantes, renacientes o ensortijadas. Mientras, busco descampados, huecos o grietas. Vuelvo a volver, si eso es posible. Sigo volviendo. Espero la tormenta que llega puntual cuando el calor se condensa en las esquinas del cielo. Y me arrojo, como siempre cuando no quiero pensar, a la concatenación de los acontecimientos. Nado para licuar el tiempo, para cansar el cuerpo. Sigo nadando cuando ya los chopos acusan las sombras de la tarde. Y al respirar, se renueva el mundo y el cuerpo traza sobre el agua una línea de olvido.
En las mañanas cambio las veredas por las trochas, en las tardes la geografía por la literatura. En las noches, me rindo a la evidencia. Subo a lo alto de La Peñota, emboscándome en los pinares de la umbría, mientras el día va clareando en lo alto, hasta que se abre el cordal al norte, y en la cumbre se ordenan los picos, aparece lejana Peñalara alineándose por el ángulo bajo de la Fuenfría, y es el cuerpo memoria, la medida del paisaje recorrido, una y otra vez, sin descanso.Por las tardes, ya, las nubes empiezan a traer un suave lamento, un quejido, como si el viento les doliese, o arrancaran secretos de los que, en realidad, no estaban dispuestas a desprenderse.
Huele como huele el aire húmedo de la montaña, estemos donde estemos, siempre es el olor antiguo, poco aprendemos después, infinitas variaciones del paisaje al que siempre volvemos. “Levantarse, pasear, buscar lo que se esconde a la vuelta de la esquina” como escribía Malinowski en sus diarios de campo. La vida merodea y somos nostros, como en un verso de Pavese, el eterno estío. Hay semanas en que las palabras no se ordenan, se quedan ahí, ante nuestros ojos, apelmazadas. Sabemos que hablan de lo mismo, de lo de siempre, lo único que nos preocupa y nos acosa. No siempre el lenguaje puede concretar lo que queremos decir. A veces, ni siquiera puede hacernos existir, emerger, sino que, al contrario, por momentos, nos subsume.
Sky, Julio Von Drove Pamart.

sábado, 19 de julio de 2008

miércoles, 16 de julio de 2008

"Crying, Waiting, Hoping"...

"En ese escenario inestable [la calle, el afuera, los lugares de nuestras desancladas formas de vida] nadie es del todo indescifrable, al mismo tiempo que todos los presentes reciben el derecho a encontrar en su propia banalidad un refugio para sus verdades." (Manuel Delgado, Sociedades movedizas. Pasos hacia una antropología de las calles). Glorioso. Es puro Lost in translation. Y sigue: "La identidad de cada cual es, para quien quiera escrutarla, una evidencia y una intriga." Parece que nos ignoramos en los pasillos del metro, y al cabo no sabemos si hacemos misterios de nuestra propia banalidad o lo contrario. A los que nos da un vuelco el corazón cada vez que doblamos la esquina, nos basta con encontrar esos ojos que sonríen irónicamente en la espera, cualquier espera, y que hablan de esas otras vidas que podríamos vivir con tan sólo mover una mano, avanzar un pie, sostener la mirada. O simplemente imaginándolas, por el hecho de imaginarlas y darles espacio: eso ya nos hace otros, nos cambia un poco la vida. Quizá porque no imaginamos impunemente (la traición del deseo...).
En fin, ayer sol, hoy vuelve la tormenta. Nunca supe bien si "espera" es de "esperar" o de "esperanza", pero tengo la sensación de haberme pasado media vida a la espera. ¿Víspera de viaje?

lunes, 14 de julio de 2008

Resucito después de más de 32 horas durmiendo. Siempre hago este tipo de chorradas, es la única forma que tengo de recuperarme, pero quién sabe si no es un estropicio aún mayor. Qué poco hugonotes somo algunos. En fin. Al cansancio, sólo sucede el negro agujero del olvido y los absurdos caminos del sueño, como si no hubiera sutura posible entre el antes y el después. Nunca consigo tener un regreso apacible a esa ciudad llamada Madrid, siempre chirría algo. Después de tantas vueltas soy incapaz de reconocerme en sus calles, en sus casas, en su ruido tan a menudo disparatado. Paso un total de dos horas y media allí y pongo rumbo a la Sierra. Será porque el cuerpo va solo y no consigo deshacerme de la memoria de ese tiempo en que, de mayo a septiembre, salíamos huyendo del calor, de la ciudad, del aburrimiento o acaso de nosotros mismos, y nos mudábamos a la Sierra. Era como una travesura infantil, también para mis padres, imagino. Yo siempre acababa sepultada en alguna esquina del coche, entre las cajas y los geranios de mi madre. Era el preludio de una pequeña selva, del campo del Indio, de las cometas entre trigales, de las canteras y el río, de las señales con las linternas desde el segundo pico, a las doce de la noche, siempre.
En mi línea dispersa, me paso "de camino" por Getafe a devolver unos libros, compro tres o cuatro cacharritos en el MediaMarkt y me entretengo fotografiando el estropicio a los pies de la M50, a la altura de la R5. Me pone enferma esa manera de arañar la tierra, de reducirlo todo a terraplén, esos surcos que apenas nos enseña GoogleEarth. Al final, el vigilante de turno me acaba echando de malas maneras. Llego a Guadarrama entre las luces de la tarde. Rotondizado como está todo, lleno de esos árboles enclenques que, si no fuera porque se les han secado en dos semanas, darían risa, rodeo el pueblo. Se han cargado también las vistas a Abantos y a la Jarosa. Tres bloques horrendos y tres más al bies atestan, con su abigarrada presencia de hormigón, el límite oeste del pueblo y hacen desaparecer el horizonte. Todas estas cosas que el satélite no recoge. Subo hacia los Molinos, cada vez se acerca más la tormenta y cuando llega ya no lo deja en toda la noche. Voy y vengo en la terraza entre el Ben&Jerry's y la ginebra. D. me mira con su cara de divertida paciencia. Chasca los dedos. Pongo a Bonnie Prince Billy para terminar de alumbrar nuestro cielo de melancólicas tormentas. Me propongo no tocar un solo libro, al menos en tres días, y como toda terapia, acepto cambiar el sol de la piscina por el aire de las pozas de la Pedriza. Pero nada, esta tarde ya estaba enredada otra vez con los paisajes afectivos. Releo un libro sobre la cabaña de Heidegger y la tesis de B. Lévy sobre las "geografías existenciales" de Hesse. La cosa está todavía muy verde, pero me traigo de vuelta unas cuantas ilusiones y comentarios inteligentes. Según disminuye la fuerza del sol en los montes, los pinares se difuminan tras una leve gasa de luz que los aleja, hasta que todo el cordal queda enterrado en la noche. A ratos, algún faro pespuntea la oscuridad y la carretera de Peguerinos emerge, de curva a curva, por entre los Pinares Llanos. Quizá algunos suban a pasar la noche a Cabeza Líjar, y conviertan la antigua fortificación en una desmemoriada algarabía de risas que caen al valle, hacia San Rafael.
En fin, al menos así ya sabes por dónde van los tiros.

viernes, 11 de julio de 2008

"La atención lleva la mente a la piel del objeto y la pega a él." Dice Vicente Verdú. No queremos deshacernos del súbito afecto que nos pega, literalmente, a las personas, las cosas, los paisajes. Queremos permanecer, todavía un rato más, insertos en ese cruce del tiempo y el espacio que se cierra puntualmente sobre nosotros y nos sostiene. Que nadie se mueva, que no se deshaga el momento que nos une y nos convoca, nos retiene, juntos, en el océano de un tiempo que se pierde para siempre. Sentimos nostalgia un momento antes de ceder al adiós que nos devuelve al curso de las cosas. Sentimos nostalgia precisamente para no tener que ceder a esa separación, despegarse, volver, seguir, hablar de nuevo. Nos crecen las presencias en el corazón, como un silencio que nos nace de improviso, como una mano que nos roza sin querer, sin haberlo sabido, como esa mirada que sostenemos cuando, de repente, reconocemos el deseo en los ojos que furtivamente nos miran. Miramos así, y los cuerpos (se) dicen sabiéndose ajenos al resto de las cosas. La boca sobre la nuca, la mano que desnuda el hombro, saber sin palabras. Que no nos saquen de este estado, mientras aún recordamos en el umbral del olvido. Cuesta volver al mundo, por eso alargamos las vueltas, las transiciones, para no irse del todo, para poder susurrar, mientras tanto. Encariñarse es la condición fundamental de la existencia. Amadrigarse, dejarse querer mientras las cosas suceden, mientras llegan los demás y nos pasan de cerca, nos sonríen y los queremos casi sin darnos cuenta.
Lo que fuimos...Lo que somos...Lo que seremos...Lo que seguiremos siendo...

martes, 8 de julio de 2008

Como cuando hacía reflejos desde las agujas calizas del Lavaredo, encontrarás los destellos en las huellas del lago errante: Lop Nor. El lago que camina, empujado por el viento y las tormentas de arena. Convertido en saladar en los mapas. "La oreja del mundo". Cruzamos por el corredor del Tarim, el río de curso cambiante, entre los desiertos del Taklamakán ("entrarás y no saldrás") y del Gobi. La depresión con sus llanuras ardientes, cercada al norte por los montes Tianshan, deja paso a las tierras bajas y a los álamos del desierto. Para no sufrir la tristeza del turista, ponga un geógrafo en su vida.

domingo, 6 de julio de 2008

Sigo entrenándome en el arte de la insensatez, me hace treméndamente feliz. El barullo de los viajes-relámpago, pararse con la moto en un rincón a ver el sol descolgándose del cielo, llegar, tocar y volver, encontrar el litoral en su sitio, cansarse, pasearse, perderse la pista. Llegué a tiempo el viernes para la última copa, el Borne estaba muy alegre, colorido, musical: estupendo como siempre. El sábado a Cerdanyola, cinturones metamórficos, lagos salinos, subducción y orogenias varias. Con todo, a mí lo que más me divierte es la dinámica de laderas y la destrucción de vertientes (verdaderamente los conos de derrubios tienen encanto...). Cae una foto de un glaciar rocoso en la región del río Cooper (Alaska). Sigo feliz cual coliflor. Como con Antonio y Susana en el Raval (no había quién me sacara de La Central, adoro la umbría de la carrer d'Elisabets). El pequeño está precioso, sonríe mucho, es un niño muy sociable. Le cuesta quedarse dormido y patalea, pero enseguida vuelve a integrarse en el jolgorio. Señala, sonríe más y más, disfruta. A todos se nos ve venir casi desde el principio. Susana me cuenta todo el periplo de los últimos meses. Comprendo perfectamente ese sentimiento, en algún lugar lo llevo marcado a fuego. Mira atenta todo lo que sucede a su alrededor, y habla con una conciencia muy marcada de cada palabra, entre la seriedad y la angustia. Lo había olvidado ya. Me reconozco en esa vigilancia con que hace cada gesto, en el leve e injustificado sufrimiento con que afronta, por igual, los hechos intranscendentes y esenciales de la vida. A algunos, quizás, no nos fue concedido el don de la despreocupación. Al cabo viene Andrew con su cara de amplia sonrisa, es de esas personas a las que uno se pasaría la vida abrazando sin cansarse. Algo te lleva hacia ellas instantáneamente. La confianza es un milagro. Planeamos un encuentro en Londres y un par de escapadas más para el resto del año. Después, toca seguir organizando la diáspora de cada septiembre. Hacemos malabarismos en el vértice de las ciudades europeas por las que estaremos desperdigados.
A media tarde salgo de vuelta para Madrid y no puedo llegar a casa. La marea humana anida en las calles, hace una noche estupenda, nos dan las mil. Entre la resaca, la leonera de la casa y el perpetuo cambio de maletas, me pongo a mover muebles. Atasco el pasillo. Ahí se quedan. Me cuesta casi tres horas despejar el despacho y devolver los libros a su sitio. Como siempre, ordenados ocupan más. Me agarro conscientemente a esta superficie de hechos encadenados, porque no hay nada mucho mayor, y si lo hay, no quiero saberlo. Pienso en la forma tan compasiva en que ciertas personas son capaces de mirarse a sí mismas, y pronunciar ese tipo de palabras que estos días escuchaba, la narración, no afectada, de su fragilidad. En el fondo, nos cuesta deshacernos de esa tonta vanidad en que nos resguardamos, como si aún pensáramos que puede librarnos de esa manera en que la sinceridad, a veces, se hace afectación, da vergüenza ajena. Cuando tan sólo tapamos nuestra vulnerabilidad con un disimulo muy torpe.
En fin, me voy otro poco más, bajo la alargada y abrupta sombra del Moncayo, la tierra greda, los campos de cereales de Gómara, el eco de las voces de Machado. Te debo unas cuantas películas y más paseos que palabras. Para la vuelta.

sábado, 5 de julio de 2008

viernes, 4 de julio de 2008

"Here grows the hairy huckleberry"

A mí, francamente, me intrigan los habitantes de la cercanía, los Thoreau, los Pessoa (el viajero inmóvil, como lo llamara Octavio Paz), Perec, que quiso contar la Place St. Sulpice en su Tentative d'épuisement d'un lieu parisien ("Describir el resto: lo que generalmente no se anota, lo que no se nota, lo que no tiene importancia: lo que pasa cuando no pasa nada, salvo tiempo, gente, autos y nubes.") o De Maistre en su interminable vuelta alrededor de la alcoba.
"Dos o tres horas de caminata pueden llevarme a una zona tan desconocida como jamás esperaba encontrar (...) De hecho, hay una especie de armonía aún por descubrir entre las posibilidades del paisaje en un radio de quince kilómetros, o sea, dentro de los límites de un paseo vespertino, y los setenta años de vida humana” (Thoreau en Walking). Todo está en los alrededores, en el paisaje de por las mañanas. Y a mí los alrededores más bien me agobian. Otra cosa son los seres de lejanías, "animal de fondo" que decía Umbral, "alma que acecha, triste y perspicaz, la fiesta del día desde las bodegas de la luz". En cualquier caso, no es porque el caos generalizado requiera de un orden que ni siquiera nos curaría, sino porque las ondas del caos no nos dejan ver a los otros, o nos dejan verlos menos, nos emborronan lo que sus miradas tienen para decirnos, mientras nos pasamos el mundo por el ego. Hay que hacer mucho músculo para permanecer en la superficie. Ojo de pez.

jueves, 3 de julio de 2008

Onetti ganó la batalla. Quizá necesitamos esas "crisis de total desesperanza" para empezar a comprender, o para seguir armando, simplemente, el castillo de los días. Anoche vaciamos cinco botellas de vino sobre un mar de buenas palabras, la atenta escucha y un cuidado a medio camino entre la ginebra y la tónica, el sabor de las incredulidades.
No queremos volver, arrastramos los pies. El aire es tibio, la luna refleja un mar que, aún estando lejos, desploma su bramido de olas sobre la ciudad. La noche se va deshaciendo, las horas se deshilachan y el mundo queda, extendido como una larga lista de nombres, sobre las calles.
Siempre quise ser un cefalópodo, los pies tan cerca de la cabeza. Cabeza de pies. No hace falta más, quizá, para llegar adonde deseo. Tropezamos con nosotros mismos, quizá porque sentimos de más. No era la carencia, en realidad, sino el exceso, ese excedente que se nos amontona, como un racimo de deseos a punto de madurar: pesan, caen, se nos desprenden con un desgarrón que no sabemos luego cicatrizar. El aire no entra en el alma, no llega la luz del sol. Lo que no nos deja vivir y nos perturba, nos impide ver mejor lo que de veras habría que ver, a lo que debiéramos atender. Esa sobreabundancia que nos habita y es desacuerdo, barullo, consternación. Nos baila al son de músicas que otros no oyen, pero cuánto mejor no sería bailar acompasado con el mundo, con los otros, en la música común de los destinos, las miradas. Poder ver y sentir atinadamente, escuchar, entre los cuerpos, el peso de las presencias, el lenguaje de las cosas, conquistar ese margen que hay que darle a la vida para que (nos) florezca. "Si el hombre pudiera decir lo que ama" (Cernuda)...

miércoles, 2 de julio de 2008

Se torció. Proust contra Onetti. No es algo que se pueda resolver en el tren, mientras los delfines voltean sobre el frente de nubes, hacia el suroeste. Cambio de cielo, de mundo. Se sienta en un parque la vida, a nuestro lado. Tan sólo miramos cuando no nos mira.

martes, 1 de julio de 2008