Resucito después de más de 32 horas durmiendo. Siempre hago este tipo de chorradas, es la única forma que tengo de recuperarme, pero quién sabe si no es un estropicio aún mayor. Qué poco hugonotes somo algunos. En fin. Al cansancio, sólo sucede el negro agujero del olvido y los absurdos caminos del sueño, como si no hubiera sutura posible entre el antes y el después. Nunca consigo tener un regreso apacible a esa ciudad llamada Madrid, siempre chirría algo. Después de tantas vueltas soy incapaz de reconocerme en sus calles, en sus casas, en su ruido tan a menudo disparatado. Paso un total de dos horas y media allí y pongo rumbo a la Sierra. Será porque el cuerpo va solo y no consigo deshacerme de la memoria de ese tiempo en que, de mayo a septiembre, salíamos huyendo del calor, de la ciudad, del aburrimiento o acaso de nosotros mismos, y nos mudábamos a la Sierra. Era como una travesura infantil, también para mis padres, imagino. Yo siempre acababa sepultada en alguna esquina del coche, entre las cajas y los geranios de mi madre. Era el preludio de una pequeña selva, del campo del Indio, de las cometas entre trigales, de las canteras y el río, de las señales con las linternas desde el segundo pico, a las doce de la noche, siempre.
En mi línea dispersa, me paso "de camino" por Getafe a devolver unos libros, compro tres o cuatro cacharritos en el MediaMarkt y me entretengo fotografiando el estropicio a los pies de la M50, a la altura de la R5. Me pone enferma esa manera de arañar la tierra, de reducirlo todo a terraplén, esos surcos que apenas nos enseña GoogleEarth. Al final, el vigilante de turno me acaba echando de malas maneras. Llego a Guadarrama entre las luces de la tarde. Rotondizado como está todo, lleno de esos árboles enclenques que, si no fuera porque se les han secado en dos semanas, darían risa, rodeo el pueblo. Se han cargado también las vistas a Abantos y a la Jarosa. Tres bloques horrendos y tres más al bies atestan, con su abigarrada presencia de hormigón, el límite oeste del pueblo y hacen desaparecer el horizonte. Todas estas cosas que el satélite no recoge. Subo hacia los Molinos, cada vez se acerca más la tormenta y cuando llega ya no lo deja en toda la noche. Voy y vengo en la terraza entre el Ben&Jerry's y la ginebra. D. me mira con su cara de divertida paciencia. Chasca los dedos. Pongo a Bonnie Prince Billy para terminar de alumbrar nuestro cielo de melancólicas tormentas. Me propongo no tocar un solo libro, al menos en tres días, y como toda terapia, acepto cambiar el sol de la piscina por el aire de las pozas de la Pedriza. Pero nada, esta tarde ya estaba enredada otra vez con los paisajes afectivos. Releo un libro sobre la cabaña de Heidegger y la tesis de B. Lévy sobre las "geografías existenciales" de Hesse. La cosa está todavía muy verde, pero me traigo de vuelta unas cuantas ilusiones y comentarios inteligentes. Según disminuye la fuerza del sol en los montes, los pinares se difuminan tras una leve gasa de luz que los aleja, hasta que todo el cordal queda enterrado en la noche. A ratos, algún faro pespuntea la oscuridad y la carretera de Peguerinos emerge, de curva a curva, por entre los Pinares Llanos. Quizá algunos suban a pasar la noche a Cabeza Líjar, y conviertan la antigua fortificación en una desmemoriada algarabía de risas que caen al valle, hacia San Rafael.
En fin, al menos así ya sabes por dónde van los tiros.