"La atención lleva la mente a la piel del objeto y la pega a él." Dice Vicente Verdú. No queremos deshacernos del súbito afecto que nos pega, literalmente, a las personas, las cosas, los paisajes. Queremos permanecer, todavía un rato más, insertos en ese cruce del tiempo y el espacio que se cierra puntualmente sobre nosotros y nos sostiene. Que nadie se mueva, que no se deshaga el momento que nos une y nos convoca, nos retiene, juntos, en el océano de un tiempo que se pierde para siempre. Sentimos nostalgia un momento antes de ceder al adiós que nos devuelve al curso de las cosas. Sentimos nostalgia precisamente para no tener que ceder a esa separación, despegarse, volver, seguir, hablar de nuevo. Nos crecen las presencias en el corazón, como un silencio que nos nace de improviso, como una mano que nos roza sin querer, sin haberlo sabido, como esa mirada que sostenemos cuando, de repente, reconocemos el deseo en los ojos que furtivamente nos miran. Miramos así, y los cuerpos (se) dicen sabiéndose ajenos al resto de las cosas. La boca sobre la nuca, la mano que desnuda el hombro, saber sin palabras. Que no nos saquen de este estado, mientras aún recordamos en el umbral del olvido. Cuesta volver al mundo, por eso alargamos las vueltas, las transiciones, para no irse del todo, para poder susurrar, mientras tanto. Encariñarse es la condición fundamental de la existencia. Amadrigarse, dejarse querer mientras las cosas suceden, mientras llegan los demás y nos pasan de cerca, nos sonríen y los queremos casi sin darnos cuenta.