Sigo entrenándome en el arte de la insensatez, me hace treméndamente feliz. El barullo de los viajes-relámpago, pararse con la moto en un rincón a ver el sol descolgándose del cielo, llegar, tocar y volver, encontrar el litoral en su sitio, cansarse, pasearse, perderse la pista. Llegué a tiempo el viernes para la última copa, el Borne estaba muy alegre, colorido, musical: estupendo como siempre. El sábado a Cerdanyola, cinturones metamórficos, lagos salinos, subducción y orogenias varias. Con todo, a mí lo que más me divierte es la dinámica de laderas y la destrucción de vertientes (verdaderamente los conos de derrubios tienen encanto...). Cae una foto de un glaciar rocoso en la región del río Cooper (Alaska). Sigo feliz cual coliflor. Como con Antonio y Susana en el Raval (no había quién me sacara de La Central, adoro la umbría de la carrer d'Elisabets). El pequeño está precioso, sonríe mucho, es un niño muy sociable. Le cuesta quedarse dormido y patalea, pero enseguida vuelve a integrarse en el jolgorio. Señala, sonríe más y más, disfruta. A todos se nos ve venir casi desde el principio. Susana me cuenta todo el periplo de los últimos meses. Comprendo perfectamente ese sentimiento, en algún lugar lo llevo marcado a fuego. Mira atenta todo lo que sucede a su alrededor, y habla con una conciencia muy marcada de cada palabra, entre la seriedad y la angustia. Lo había olvidado ya. Me reconozco en esa vigilancia con que hace cada gesto, en el leve e injustificado sufrimiento con que afronta, por igual, los hechos intranscendentes y esenciales de la vida. A algunos, quizás, no nos fue concedido el don de la despreocupación. Al cabo viene Andrew con su cara de amplia sonrisa, es de esas personas a las que uno se pasaría la vida abrazando sin cansarse. Algo te lleva hacia ellas instantáneamente. La confianza es un milagro. Planeamos un encuentro en Londres y un par de escapadas más para el resto del año. Después, toca seguir organizando la diáspora de cada septiembre. Hacemos malabarismos en el vértice de las ciudades europeas por las que estaremos desperdigados.
A media tarde salgo de vuelta para Madrid y no puedo llegar a casa. La marea humana anida en las calles, hace una noche estupenda, nos dan las mil. Entre la resaca, la leonera de la casa y el perpetuo cambio de maletas, me pongo a mover muebles. Atasco el pasillo. Ahí se quedan. Me cuesta casi tres horas despejar el despacho y devolver los libros a su sitio. Como siempre, ordenados ocupan más. Me agarro conscientemente a esta superficie de hechos encadenados, porque no hay nada mucho mayor, y si lo hay, no quiero saberlo. Pienso en la forma tan compasiva en que ciertas personas son capaces de mirarse a sí mismas, y pronunciar ese tipo de palabras que estos días escuchaba, la narración, no afectada, de su fragilidad. En el fondo, nos cuesta deshacernos de esa tonta vanidad en que nos resguardamos, como si aún pensáramos que puede librarnos de esa manera en que la sinceridad, a veces, se hace afectación, da vergüenza ajena. Cuando tan sólo tapamos nuestra vulnerabilidad con un disimulo muy torpe.
En fin, me voy otro poco más, bajo la alargada y abrupta sombra del Moncayo, la tierra greda, los campos de cereales de Gómara, el eco de las voces de Machado. Te debo unas cuantas películas y más paseos que palabras. Para la vuelta.
A media tarde salgo de vuelta para Madrid y no puedo llegar a casa. La marea humana anida en las calles, hace una noche estupenda, nos dan las mil. Entre la resaca, la leonera de la casa y el perpetuo cambio de maletas, me pongo a mover muebles. Atasco el pasillo. Ahí se quedan. Me cuesta casi tres horas despejar el despacho y devolver los libros a su sitio. Como siempre, ordenados ocupan más. Me agarro conscientemente a esta superficie de hechos encadenados, porque no hay nada mucho mayor, y si lo hay, no quiero saberlo. Pienso en la forma tan compasiva en que ciertas personas son capaces de mirarse a sí mismas, y pronunciar ese tipo de palabras que estos días escuchaba, la narración, no afectada, de su fragilidad. En el fondo, nos cuesta deshacernos de esa tonta vanidad en que nos resguardamos, como si aún pensáramos que puede librarnos de esa manera en que la sinceridad, a veces, se hace afectación, da vergüenza ajena. Cuando tan sólo tapamos nuestra vulnerabilidad con un disimulo muy torpe.
En fin, me voy otro poco más, bajo la alargada y abrupta sombra del Moncayo, la tierra greda, los campos de cereales de Gómara, el eco de las voces de Machado. Te debo unas cuantas películas y más paseos que palabras. Para la vuelta.