jueves, 3 de julio de 2008

Onetti ganó la batalla. Quizá necesitamos esas "crisis de total desesperanza" para empezar a comprender, o para seguir armando, simplemente, el castillo de los días. Anoche vaciamos cinco botellas de vino sobre un mar de buenas palabras, la atenta escucha y un cuidado a medio camino entre la ginebra y la tónica, el sabor de las incredulidades.
No queremos volver, arrastramos los pies. El aire es tibio, la luna refleja un mar que, aún estando lejos, desploma su bramido de olas sobre la ciudad. La noche se va deshaciendo, las horas se deshilachan y el mundo queda, extendido como una larga lista de nombres, sobre las calles.
Siempre quise ser un cefalópodo, los pies tan cerca de la cabeza. Cabeza de pies. No hace falta más, quizá, para llegar adonde deseo. Tropezamos con nosotros mismos, quizá porque sentimos de más. No era la carencia, en realidad, sino el exceso, ese excedente que se nos amontona, como un racimo de deseos a punto de madurar: pesan, caen, se nos desprenden con un desgarrón que no sabemos luego cicatrizar. El aire no entra en el alma, no llega la luz del sol. Lo que no nos deja vivir y nos perturba, nos impide ver mejor lo que de veras habría que ver, a lo que debiéramos atender. Esa sobreabundancia que nos habita y es desacuerdo, barullo, consternación. Nos baila al son de músicas que otros no oyen, pero cuánto mejor no sería bailar acompasado con el mundo, con los otros, en la música común de los destinos, las miradas. Poder ver y sentir atinadamente, escuchar, entre los cuerpos, el peso de las presencias, el lenguaje de las cosas, conquistar ese margen que hay que darle a la vida para que (nos) florezca. "Si el hombre pudiera decir lo que ama" (Cernuda)...