A mí, francamente, me intrigan los habitantes de la cercanía, los Thoreau, los Pessoa (el viajero inmóvil, como lo llamara Octavio Paz), Perec, que quiso contar la Place St. Sulpice en su Tentative d'épuisement d'un lieu parisien ("Describir el resto: lo que generalmente no se anota, lo que no se nota, lo que no tiene importancia: lo que pasa cuando no pasa nada, salvo tiempo, gente, autos y nubes.") o De Maistre en su interminable vuelta alrededor de la alcoba.
"Dos o tres horas de caminata pueden llevarme a una zona tan desconocida como jamás esperaba encontrar (...) De hecho, hay una especie de armonía aún por descubrir entre las posibilidades del paisaje en un radio de quince kilómetros, o sea, dentro de los límites de un paseo vespertino, y los setenta años de vida humana” (Thoreau en Walking). Todo está en los alrededores, en el paisaje de por las mañanas. Y a mí los alrededores más bien me agobian. Otra cosa son los seres de lejanías, "animal de fondo" que decía Umbral, "alma que acecha, triste y perspicaz, la fiesta del día desde las bodegas de la luz". En cualquier caso, no es porque el caos generalizado requiera de un orden que ni siquiera nos curaría, sino porque las ondas del caos no nos dejan ver a los otros, o nos dejan verlos menos, nos emborronan lo que sus miradas tienen para decirnos, mientras nos pasamos el mundo por el ego. Hay que hacer mucho músculo para permanecer en la superficie. Ojo de pez.