Siempre he creído que la humanidad se divide, básicamente, en dos: aquellos que no desayunan, o lo hacen rápidamente, y aquellos que desayunan con lentitud, una, dos, tres veces. Y no por afán, salud o glotonería, sino por pura desgana, para desentenderse del día: conseguir dar un rodeo, y, así, andar bajo la luz parafraseando la noche, evitando preludios, con pasos oscuros.
De los primeros, lo desconozco todo. Ignoro por qué se lanzan, presurosos, a la mañana y se entregan, ensimismados, a sus promesas, tareas o desafíos. A los segundos se lo debo todo, a los que remolonean indefinidamente en los lindes de la madrugada, huyendo aún de la claridad, tratando de retener el confuso aliento de la noche, sus alaridos de soledad, el desamparo de sueños tumultuosos. Nunca he sentido especial curiosidad por el día, aunque sí, en cambio, pavor por la noche. No obstante, siempre quise retenerla en cada café.