
Pareciera que el deseo es una tumultuosa presencia que se nos agolpa como un zarzal de nubes. Crece en torno a lo que somos, como una enredadera, o, más bien, es al cabo lo que somos, acaso la esencia de nuestra vulnerabilidad. Si no
quisiéramos, si no soñáramos con que llegara el cielo que está, parado, al otro lado de los montes, si comprendiéramos, si esto o si aquello... Da lo mismo. Sin todo eso seríamos igual de vulnerables, vulnerables por otras razones, por las mismas que una mañana clara puede doler, con su arañazo de belleza, o una tarde de tormenta puede dejarnos sin aliento.
Dias proustianos, parece. El amor como ausencia, el deseo como lugar de la identidad (o de su imposibilidad).

A pesar de todo, me mantengo en la línea de flotación. Voy y vengo con desgana a Madrid alejándome cada vez más de ella, poniendo en cuarentena sus ruidos y su polvo, su letanía de calles abarrotadas, colapsadas, agonizantes, renacientes o ensortijadas. Mientras, busco descampados, huecos o grietas.
Vuelvo a volver, si eso es posible. Sigo volviendo. Espero la tormenta que llega puntual cuando el calor se condensa en las esquinas del cielo. Y me arrojo, como siempre cuando no quiero pensar, a la concatenación de los acontecimientos. Nado para licuar el tiempo, para cansar el cuerpo. Sigo nadando cuando ya los chopos acusan las sombras de la tarde. Y al respirar, se renueva el mundo y el cuerpo traza
sobre el agua una línea de olvido.
En las mañanas cambio las veredas por las trochas, en las tardes la geografía por la literatura. En las noches, me rindo a la evidencia. Subo a lo alto de La
Peñota,
emboscándome en los pinares de la umbría, mientras el día va clareando en lo alto, hasta que se abre el cordal al norte, y en la cumbre se ordenan los picos, aparece lejana Peñalara alineándose por el ángulo bajo de la Fuenfría, y es el cuerpo memoria, la medida del paisaje recorrido, una y otra vez, sin descanso.Por las tardes, ya, las nubes empiezan a traer un suave lamento, un quejido, como si el
viento les doliese, o arrancaran secretos de los que, en realidad, no estaban dispuestas a desprenderse.
Huele como
huele el aire húmedo de la montaña, estemos donde estemos, siempre es el olor antiguo, poco aprendemos después, infinitas variaciones del paisaje al que siempre volvemos. “Levantarse, pasear, buscar lo que se esconde a la vuelta d
e la esquina” como escribía
Malinowski en sus diarios
de campo. La vida merodea y somos nostros, como en un verso de Pavese, el eterno estío. Hay semanas en que las palabras no se ordenan, se quedan ahí, ante nuestros ojos, apelmazadas. Sabemos que hablan de lo mismo, de lo de siempre, lo único que nos preocupa y nos acosa. No siempre el lenguaje puede concretar lo que queremos decir. A veces, ni siquiera puede hacernos existir, emerger, sino que, al contrario, por momentos, nos subsume.