Debería hacer eso, o todo lo contrario, escuchar por fin lo que dicen las manos, seguir el viaje hasta el final, allá a donde me lleve. Decir la verdad, decirte la verdad, que pienso que, en el fondo, uno siempre vuelve a lo que está dentro, a lo que palpita, al lenguaje con que habla el cuerpo y nos indica lo que queremos, este viaje, esta tierra, hacer de la vida la labor de estas manos. Pero diría sólo una verdad a medias. Porque es cierto que lo que fuimos remotamente vuelve, remotamente ese deseo de ser lo que secretamente quisimos se manifiesta; pero también es cierto que está lo otro, y no tiene menos fuerza: abrazar lo que tenemos, intentarlo por todos los medios, saber que no es menos cierto, que no lo queremos con menos intensidad.
Y al final, todos hacemos lo que toca.
Cinco horas encadenando trozos dispares de lectura para que no se me escapara el olor a café y almendras del domingo. Ocho horas estudiando fuera del tiempo, curioso mecanismo de ajuste, curiosa trampa para olvidar que el mundo es grande y está ahí fuera, que el otoño estalla en otras latitudes, que cuaja en las laderas, que derrama su ámbar robando sueños a los que no dormimos ni soñamos ni amamos la noche. Nostalgias de San Francisco, de las flores que ya no viste, de la inclinación y las curvas, de la agitación de las calles, de las brumas de la bahía. Nostalgia de no saber o no querer o no poder prolongar eternamente el camino. Perplejidad de mirarse las manos. Sí.