A las 5 me despertó la tormenta cuando apenas hacía una hora que había conseguido dormirme --el cuerpo reclama un descanso, no más preguntas, no más recuerdos ni esa trémula agitación del deseo que ilumina las noches haciendo de ellas vísperas de tantos viajes. Después, ya no pude evitar quedarme embobada viendo cómo aparecían las luces detrás de la lluvia. A las 6 hay ya una claridad prometedora en el cielo. Tras las chimeneas, las nubes dibujan con sus claroscuros perfiles intermitentes en el cielo, sobre los edificios de la Place Clemenceaux.
Ayer a las 9 nos pilló la enésima tormenta, cuando corríamos ya tras los jardines del castillo. Cerraron la tapia y acabamos saltando de árbol en árbol, y después más barro, hierba demasiado alta como para no reír entre zancada y zancada, o no entretenerse haciendo eses. Al paso por el río las cuestas me dejan sin aliento, como siempre, pero a la bajada me engancho rápido al rebufo de J., y ya tiramos adelante mientras buscamos el ángulo perfecto en que los charcos salpican más. En el tramo final del parque, la explosión de olores antes de la última tormenta es difícilmente olvidable. El aroma intenso de la tierra mojada crece y se va llenando de matices, el aire racheado acerca los cedros y los enormes magnolios. Y otra vez amaina y queda una suave brisa que remansa todo ese universo, verde ozcuro, azul, marrón infinito y lejano. Cuando ya volvemos, a los pies del talud en que se cuelga la ciudad, diluvia y simplemente nos dejamos llevar, con ese silencio reconfortante que aparece al final de las carreras. Después va abriendo y al cielo aún le da tiempo a dejar que asomen alargados cirros que se estiran y van absorbiendo los colores de las últimas luces... Caen en pendiente las capas de nubes, algunas se desculgan sobre el Pic d'Anie, al oeste, y la ciudad queda en calma.
En fin, a veces todo parece un milagro. No se me ocurre con qué otra cosa puede uno ilusionarse, si no es con ese puñado de "pequeñas alegrías", a lo Hesse, que nos quedan al final de la jornada y que sólo tienen sentido porque podemos compartirlas. J. estaba allí con su despreocupada sonrisa, llenando de inocencia las grietas del pasado. Y luego esa nostalgia por que la vida no traiga más a menudo estas felices coincidencias. O al revés, esa nostalgia de que precisamente las traiga. En el pub de la esquina sonaba bajo Ray LaMontagne (Lessons Learned). Más nostalgia. Cervezas, un poco de rugby, Reclus ,viejas historias. Y esa necesidad de saber que las miradas, los gestos, las palabras han llegado, esa necesidad de conectar que nunca acaba y cansa y duele. El lejano zumbido de la inquietud, no saber pararse a tiempo antes de que las preguntas nos lleven demasiado lejos, vivir temiendo siempre haber sido malentendidos. Y otra vez el aroma que el viento sube desde las abroledas del río. Bare life.
Ayer a las 9 nos pilló la enésima tormenta, cuando corríamos ya tras los jardines del castillo. Cerraron la tapia y acabamos saltando de árbol en árbol, y después más barro, hierba demasiado alta como para no reír entre zancada y zancada, o no entretenerse haciendo eses. Al paso por el río las cuestas me dejan sin aliento, como siempre, pero a la bajada me engancho rápido al rebufo de J., y ya tiramos adelante mientras buscamos el ángulo perfecto en que los charcos salpican más. En el tramo final del parque, la explosión de olores antes de la última tormenta es difícilmente olvidable. El aroma intenso de la tierra mojada crece y se va llenando de matices, el aire racheado acerca los cedros y los enormes magnolios. Y otra vez amaina y queda una suave brisa que remansa todo ese universo, verde ozcuro, azul, marrón infinito y lejano. Cuando ya volvemos, a los pies del talud en que se cuelga la ciudad, diluvia y simplemente nos dejamos llevar, con ese silencio reconfortante que aparece al final de las carreras. Después va abriendo y al cielo aún le da tiempo a dejar que asomen alargados cirros que se estiran y van absorbiendo los colores de las últimas luces... Caen en pendiente las capas de nubes, algunas se desculgan sobre el Pic d'Anie, al oeste, y la ciudad queda en calma.
En fin, a veces todo parece un milagro. No se me ocurre con qué otra cosa puede uno ilusionarse, si no es con ese puñado de "pequeñas alegrías", a lo Hesse, que nos quedan al final de la jornada y que sólo tienen sentido porque podemos compartirlas. J. estaba allí con su despreocupada sonrisa, llenando de inocencia las grietas del pasado. Y luego esa nostalgia por que la vida no traiga más a menudo estas felices coincidencias. O al revés, esa nostalgia de que precisamente las traiga. En el pub de la esquina sonaba bajo Ray LaMontagne (Lessons Learned). Más nostalgia. Cervezas, un poco de rugby, Reclus ,viejas historias. Y esa necesidad de saber que las miradas, los gestos, las palabras han llegado, esa necesidad de conectar que nunca acaba y cansa y duele. El lejano zumbido de la inquietud, no saber pararse a tiempo antes de que las preguntas nos lleven demasiado lejos, vivir temiendo siempre haber sido malentendidos. Y otra vez el aroma que el viento sube desde las abroledas del río. Bare life.