Contaba C. Martín Gaite en "La búsqueda del interlocutor y otras búsquedas" la experiencia de quien se afana, ciertas noches de insomnio, en dar con la lectura precisa que habrá de aliviar: esa palabra justa que pueda "inyectarnos consuelo". Remueve uno libros en los estantes y en las mesas con escaso éxito; abre, hojea y cierra de nuevo volúmenes al azar, sin que ninguno nos calme o parezca hacerse eco de nuestra particular desazón. Ninguno nos dice lo que queríamos oír. Quedan desperdigados por el suelo y la mesilla, por la cama, libros desparejados, mustios, y un aroma de abandono, una breve mueca de fracaso, se dibuja en el aire. Quedan saqueados los estantes del despacho, las librerías del salón. Caos sobre ausencia, sobre dudas, sobre caos. El desolador panorama de un naufragio, de la última batalla. El amor a veces perfila paisajes similares: el del desorden de las sábanas cuando hemos amado sin mucha convicción. La palabra en medio de la noche es un cuerpo herido. El deseo abre un espacio de soledad, y no somos capaces de poner remedio a la angustia. "Si un cuerpo te dice...".
Cuando estamos impacientes nada nos calma. La palabra acertada no llega. Pero no se sabe qué fue antes, si la desesperante falta de la palabra precisa o la noche en vela.
Sin embargo, uno recuerda agudamente los momentos en que han ido llegando las palabras precisas. Güen, tú que encontraste las viejas cartas, ¿qué hacemos con ellas? ¿Qué lealtad nos exige la memoria? Las cuatro manos, los Ícaros, el primero de los hombres débiles. El "gesto cantable", el trazo de la carne, los momentos-bolsa, las siestas-palabras. Las deudas de escritura. El mapa arrugado de París, el jardín azul donde crecieron las palabras, donde regaste los sueños. Las paredes empapeladas, los zapatos rojos y la varita mágica. El "cuéntate algo, anda", o "el pasaba por aquí". Lucía de nube en nube por los paisajes azules, y medio grises a veces, de las mañanas de tren, entre Zurich y Ginebra.

La obra duró todo el año, frente a la ventana, en ese bâtiment desangelado: una plástico enorme de un blanco grisáceo celebraba el aire de los Alpes, golpeaba rítmicamente los días de lluvia, fulguraba los días de sol y agonizaba los días de tormenta, jironado. Las tardes apacibles olvidaba su existencia, entre calle y calle.