martes, 17 de junio de 2008

Abrir los ojos es caerse al mundo, despeñarse por un interminable barranco donde se suceden, impávidos, lentos amaneceres, saludos, gestos despreocupados, destellos de alegría, remolinos de aburridos quehaceres, confusión de manteles y calles, papeles, aromas de un deseo futuro, barcos hundidos, pies camino a ninguna parte.
Abrir los ojos es la cotidiana traición de los párpados, la rotundidad de un empuje callado, la inútil lucha contra un cuerpo que respira y gime y suda, padece, goza y hasta ordena sumisión, aprendiéndonos humildades. Abrir los ojos no es una elección, es una voluntad ajena, un interminable cansancio de sueños lejanos, entre los que uno ha de abrirse paso hacia la mañana, como si hubieran germinado de veras, y en la cama hubiéramos de apartar los juncos, atravesar praderas y desiertos, sortear las espinas del rosal, borrarse el olor de las lilas, desnudarse de enredaderas. Nunca son tan largas las travesías hacia la mañana como cuando aún recordamos lo que hemos soñado.