domingo, 22 de junio de 2008

Ahora que Deza no mira...

De vuelta a casa, por fin se ha levantado algo de aire. El sonido de los pasos retumbando en las calles vacías suena hermoso, como si andar así, cuando ya es tarde, nos liberara de alguna carga que tan sólo intuimos. Apenas andar, despacio, en la noche, sin pensar lo que nos espera o el esfuerzo del último paso. Cuatro pies, desaparacer, al fin, en la primera y última piel.
En medio de la diáspora cotidiana, algunos oasis. Entre viaje y viaje, espero. Entre viaje y viaje, la familia pasa por Madrid, trayendo recuerdos de todos esos sitios que tanto y tanto añoro, valles alpinos en los que no entra casi la luz y aún por la tarde las nubes siguen muy bajas, donde la vida se remansa y el olvido es benigno. No porque huyamos, sino porque elegimos estar, quedarnos. Me pierdo en los paisajes de sus historias, el roquedo de Montségur, los desfiladeros de la costa atlántica, las reforestaciones de las laderas (esas líneas tan marcadas de hayas y pinos). Añoro Flims, la lluvia fina en pleno julio. Cuando sea mayor perseguiré el invierno de hemisferio en hemisferio. Mientras, en las caras, el tiempo va pasando. En las pieles morenas reposan mil alegrías, en sus miradas, un cariño desbordante que acaso no sé dónde poner. Dudamos y al final no sabemos cómo medir nuestra presencia en el mundo. La cercanía nos quema, la distancia que debería resguardarnos, nos encierra, nos congela. La tarde trae un aire caliente que duerme los campos y lo anestesia todo. Las nubes se han esfumado, el sol quema el cielo dejando una final capa de plata que reverbera. Miro hacia otra parte. Poco a poco, me invade la pena, la culpa, esa oscilación en un arco de sentimientos inútiles, heredados. Todo está en su sitio y sin embargo, lo que hubiéramos podido elegir nos desborda. La tarde se cierra con una melancolía lenta y pesada, plomiza.