No era la noche lo mejor que pudo llegar ayer, sino la luna en el cielo de la media tarde y el viento soplando por alto, arrastrando claridades, llevándose rápido las estelas de los aviones. El azul sobre el verde cerrado de los pinares de La Adrada, más allá del valle del Tiétar.
A la ida los vericuetos de la 501, la extensión claudicante de las dehesas, la agonía de las antiguas encinas, el talud de las obras que las deja sin raíces, secándose a orillas de la carretera. A la subida los canchales, el pino laricio, las rodadas de motos que remueven arena y piedras, que asustan con su estruendo las águilas que se buscan en el aire, emparejándose en piruetas repetidas. Luego el camino planea sobre el collado y se asoma al valle, con el castillo al fondo. A la bajada, regatos y pinos agostados, y al final, los prados bajos ya muy verdes, renovados por la luz que antecede al atardecer.