lunes, 24 de marzo de 2008

Celajes

Ha habido olas en el cielo todos estos días. Olas rompiendo contra el frente granítico de la sierra, agitando los caminos del suroeste, arañando la cornisa de Peñalara, lamiendo sus suelos pedregosos y verdes, abriendo las concavidades del circo y la hoya, y posándose en las lagunas glaciares, aclarando las paredes oscuras, deshaciendo la memoria de los pájaros, los cielos. Ha habido marea en las alturas, incendios en las estribaciones del cielo, toda cubierto por esa bravura callada de los vientos arrastrando, fatigados, el norte.
El miércoles fue terso y jovial, apacible. Comer, beber, reír, coger fuerzas. Las nubes rosadas sobre el cielo de siempre, el de hace tantos años. Luego, un sapo con espuelas, orondo, que vive enterrado en la tierra. Los bailes de la cometa sobre los campos de trigo y sus colores esparcidos aquí y allí.

El jueves, el sol en la terraza y el viento claro, que ya traía frío y dibujaba a su paso, con su suave pincel de vahos, una marejada blanca, fina, serena.

Y el viernes, delfines a lo lejos, alimañas, salamandras grises y azules confundiéndose en la armonía del cielo, al sureste.

Luego las corrientes horadaban caminos, en lo más alto y en lo menos alto, dejando nubes lenticulares, que en una hora recorierron todo el arco del cielo. Al suroeste, garras afiladas, frentes compactos y en espiral cayendo en picado.

El sábado fiebre y dolor de garganta, el sol entrando directo, certero, por los ventanales; el aire caliente de la estufa subiendo hacia el techo y haciendo sombras de luz, hélices sobre el papel en la mesa. El cansancio del cuerpo no es equiparable a nada, no se corresponde con ningún otro trajín. Sólo es ese instante en que todo reposa, suspendido, arrobado, ajeno, ingenuo, porque ha ganado su calma, ha conquistado la paz de ese cielo que ahora nos trae sus caricias ardientes. Las deposita en nosotros, mientras perdemos la conciencia, o acaso dormitamos, en otro mundo ya en que el sol no se acaba y siguen las cumbres extendiéndose al infinito, los pinares del Paular arropando el valle, los cursos de agua remansándose entre sauces, abedules y fresnos.
Pero antes de que llegara la noche, ya estaba trayendo el aire los copos de nieve, hasta que fueron entrando las nubes más frías y amaneció el domingo lleno de huellas blancas en la Fuenfría.