The steady stream of forms. En eso se van algunas mañanas, de oca en oca, entre applications de más allá del Canal, y requirimientos del Ministerio, sus respectivos negociados, y la búsqueda multiruta de vuelos: Madrid-Boston, Washington-Denver, Denver-Madrid. Ahora que el invierno se subleva, resulta que todo consistía en cambiar los horarios. (Versión particular de aquel otro lema más general del "cambiar de jardín" para que los cardos no te crezcan al lado, no te molesten, ni seas ya una "flor de otro mundo").
Así que el viernes por el sábado, la madrugada por las primeras horas de la mañana, el mediodía por la tarde, y reunir los huecos sueltos, que juntos dan este "collar de circunstancias irascibles" que sirven para: un capítulo de viajero-Reverte, avanzar páginas de ensayos colindantes, cruzar la calle y sonreir en los Renoir, no perder más tiempo en los autobuses (¡muerte a la circulación de superficie!).
Y entonces los lápices echan de menos los párrafos que con su negro de carbón puntean el recuerdo. "Inventa un imperio donde simplemente todo sea ferviente", sentencia Saint-Exupéry en Citadelle. Y uno se imagina también descendiendo el río Colorado, amadrigándose en la hierba, en los amarillos campos de trigo de Dakota del Sur. Fervor, sí. ¿Qué hace el viajero con su fervor por el mundo? ¿Y con sus querencias? Porque pareciera que las querencias son un principio básico de humanidad.
Cuenta Javier Reverte, en el último capítulo de "La aventura de viajar", sus escapadas infantiles por los pinares de Valsaín, subiendo monte arriba en el silencio de las horas de la siesta para conquistar los misterios de la Mujer Muerta, y la leyenda de sus lobos. Andando como sólo se anda en las aventuras de la infancia, por los meandros callados del Eresma. En esas tardes de verano que ahora imaginamos hechas de un tiempo lento y de un sol cobrizo, de rayos de luz rozando la línea de la Morcuera, como tantas tardes de bici por el valle, regresando heroicos y magullados a casa.
Los Himalayas podrán alzarse desafiantes miles de metros, y las Rocosas podrán pisar suelo canadiense, americano, mejicano, cortarnos el aliento con sus picudos y estridentes perfiles, pero el valle del Lozoya, y toda la Sierra del Guadarrama, tendrá siempre algo que los demás no alcanzan. Algo tan simple como el roce de horas y horas, una infancia, mil vueltas, la mirada que se posa cada invierno, cada primavera, regresando cada vez desde más lejos, para comprobar que sólo queremos ya esos lugares en los sueños: tal y como nos los devuelve la nostalgia. Porque su realidad y su presencia ya no nos cabe en ninguna parte.
Y aún así tienen la llave de nuestros recuerdos, tienen la fatiga de años trotando y los pasos cerrados, las senderuelas, ruedas embazadas, risas con eco. Tienen la suerte o la desgracia de ser(nos) una querencia...
"Al arrimo de los olmos", como en un poema cualquiera de Machado, se va pasando la vida. ¿Cómo es posible callar las querencias, o vivir como si no se tuvieran? ¿Por qué la memoria nos aleja de la realidad de esos lugares y a la vez nos mantiene pegados emocionalmente a ellos, en un constante gesto de vuelta, o como si irse del todo fuera imposible? Claro que no hay querencia sin distancia. La distancia nos bifurca y nuestro relato puede adoptar el camino del regreso o del olvido. A ratos olvidamos, a ratos regresamos. Parece que es mejor saber que no es posible ya regresar, aunque duela, que simplemente olvidar, como si nunca nos hubiese tocado la luz de esas sierras. Parece más humano, al menos. Será porque he decidido sin querer -o viendo lo que hubiera podido ser de haber optado por el camino del olvido-, que no quiero que se me hiele la sangre en un avión cualquiera.