viernes, 4 de enero de 2008

Para no terminar de irse, para no llegar a volver

Quizá es cuestión de tiempo aterrizar del todo. Cambiamos los relojes, ajustamos las luces y nos acostumbramos al nuevo tacto del viento, recordamos y revivimos el frío que nos quemaba los pulmones a última hora corriendo en El Retiro (como si cansando el cuerpo dejáramos descansar la mente). Vuelve el cuerpo a las calles de siempre y hay algo en nosotros que, sin embargo, se resiste a volver. Tampoco es que queramos irnos para siempre: pronto acamparíamos en ese allí y maldeciríamos la previsibilidad del nuevo aquí. Se trata simplemente de escaquearse, de robar aún cinco minutos más al día, a la tediosa obligación de ser (y ser consistentes) para corretear, andorrear, cazcalear, descubrir, extraviarse y dejar que sean los demás quienes nos encuentren y nos devuelvan a la razón perdida.
"Dolores de palabra", dice Ángel Gabilondo. "Uno tiene a veces dolores de palabra, y hay veces que uno no puede dormir por una palabra que le falta". Dormir, conquistar el descanso de haber llegado a decir, a tocar, haber colmado al otro de las palabras que necesitaba, saberse atinado en la palabra y el afecto, y haber recibido eso que no acaba de llegar... La palabra en la que dormimos nuestras inquietudes... ¿Nos la dirá alguien alguna vez? ¿Cúan lejos o cuán cerca hay que irse para tocar o que nos toquen "lo intocable que hay en cada uno de nosotros"?.