"A veces irrumpe un callado mal sin porqué suficiente, aunque haya indicios y razones, un aburrimiento, una herida, una quiebra que no son una depresión, que son simple y sencillamente un dolor. No reside en miembro alguno, se parece a una desarticulación, a una parte que se hace con todo, a un desenlace previo. No nos pertenece y parece más nuestro que cualquier posesión. Nos duele en un singular que es propio. No es donde lloramos, sino adonde van a parar las lágrimas que no brotan, los amores que no vivimos, los hijos que no tenemos, las palabras que no decimos, las cartas que no escribimos, o donde se reciben las que no nos envían. Un singular para la espera sin expectativa.
Nadie sabrá jamás eso que no se deja recoger en saber alguno. Ahora bien, no es sólo una sensación o un sentimiento. Es una incompatibilidad. Tiene la fuerza de una verdad y nos envuelve y nos arroja con un frío nuevo. Y aprendemos una difícil lección. Entonces valoramos la amistad y la comunicación porque en tal situación se manifiesta lo que quizá nunca podremos contar, lo que no es posible ofrecer en relato alguno. Sólo hallaremos, en su caso, el calor de la acogida, la compañía en esa intemperie, y no vale hacerse la víctima. Es tan nuestro que responde a lo que nos constituye.
Cuando duele el alma, los ojos no destellan necesariamente tristeza. En ocasiones, miran con más vehemencia, como deseando materializar un objeto, una causa, un problema, algo que afrontar, como deseando comprender. Es la entrada intensa del vacío, de otra forma de soledad. Es como si hubiéramos extraviado algo que quizá nunca poseímos, como si, abandonados, nos halláramos perdidos, nos encontráramos a nosotros mismos y, más aún, pudiéramos reconocer que no cabe la fuga." Ángel Gabilondo, Alguien con quien hablar.
Tantas veces gritando esos susurros, ese secreto a voces para el que apenas llegan las palabras, allí donde duele la mañana, donde la tarde no consigue crecer, esa aguda sensación de la incompletud que nos encierra y nos aisla, que tan violentamente a veces nos hace trazar una línea entre nosotros y el mundo, y nos deja varados. ¿Comprendes ahora qué hay en mi mirada, por qué las palabras, tantas palabras, su presencia excesiva, obsesiva, repetitiva? Hay que dar forma a la levedad de ese dolor, asirlo, hacerlo presente, contundente, para así poder comprenderlo. Si lo dejas flotar, te acabará llevando en su vuelo, lejos, donde sólo hay silencio, incomprensión, rabia, acaso. Si lo traes a la tierra, si lo ofreces, si le das nombre entre el común de los mortales, empieza a hacerse habitable, común, cabal, razonable. Por eso Lucía, por eso esto, por eso las cartas, los globos, la excusa de tu nombre o tu situación, para alcanzar a tocar, a saber, para compartirse en la tarea cotidiana de sobreponerse.
Me preguntaba qué sería ahora de Lucía, de las vísperas, de tus globos y de los milagros, de este hueco en un océano que ya no nos separa. Me preguntaba.... y quizás, sin saberlo, llega sola la respuesta. No hay más que seguir aprehendiendo la nube del dolor que nos lleva lejos, fatigar el horizonte de nuestro propio desconcierto y batallar... por dar forma y realidad a la cercanía. La proximidad que nos sustenta, nos alienta y da cobijo.