
El crisol de los viajes. Una luz que se refracta en medio del cielo inmenso del camino. Un rayo que incide en el agua y salen, pequeños, tímidos, dos, tres colores a lo sumo. Un segundo, en el furor de la carretera. Viajar es, definitivamente, esa gota de agua y esa luz, esos colores, la sensación de que la felicidad se roza en cada curva, y queda. Viajar es una máquina de
producir consecuencias. Donde había luz, hay colores. Hay memoria, y el serpenteo de la carretera entre bosques profundos de pinos, con pequeñas praderas doradas que se abren, calmas, perfectas, entre curva y curva, tramos de vida, burbujas, ilusiones: los sonidos del viento en lo alto de la meseta. Y
después, el cañón, el fondo de un mar más antiguo que la tierra. Y la roca estriada por el tiempo que pasa sobre nosotros, el rojo ardiente de la arcilla y el hierro, las formas y el relieve, el horizonte que llora su lejanía. La inmensidad, estar en medio de todo, tocar con las manos el frío de los atardeceres, tocar con los ojos el calor de las miradas, de las vidas, las compañías. Estar, pasar, pertencer. Ir o venir.
El crisol de los viajes, y las conversaciones sin fin, la presencia del fuego en la noche, el cielo raso, la luz de estrellas lejanas clavándose en la conciencia. La felicidad
trae certezas, sí, y a veces sería tan fácil como darle la vuelta al mapa y pegar un
volantazo para que nunca se acabasen los viajes.
Y sin embargo, se acaban.