Sólo cabe adentrarse en la oscuridad del sueño para recobrar la profundidad de los barrancos y atender al cansancio del cuerpo después de las montañas. Sólo esos abismos oscuros son ahora capaces de absorber las resonancias del paisaje. Todo lo demás se me hace inútil por momentos. No sé por qué cada vez es más difícil remontar los viajes. Será porque la vida se desaparrama a cada latido en múltiples direcciones, irreconciliables a ratos --los más-- y tiñe de incertidumbre todo cuanto toca.
El viaje llega a su fin: de madrugada se deja atrás el valle, con su marcado perfil de crestas astillando el cielo en lo alto, salpicándolo de sombras azules y grises; la luna ciñe con su delgado cuerpo un brillante haz de luz en el horizonte, mientras el frío aliento de las boscosas laderas habla aún el lenguaje de la noche y las nubes avanzan ya valle arriba. Trata uno en vano de sacudirse el silencio ensimismado de las cumbres y de poner en orden las vivencias recientes: los paseos, los paisajes y las sensaciones, el esfuerzo de remontar laderas y escarpes, de vadear torrentes y adentrarse en barrancos. Se pregunta uno al dejar el valle si habrá sido lo suficientemente sabio para estar a la altura de las exigencias de la montaña, y habrá sabido amar y contemplar sus roquedos desnudos en lo alto, sus blancas marmoleras y sus granitos que resplandecen con la lluvia; la brisa fresca de la mañana y las últimas luces de la tarde, el rumor de los arroyos, el silencio azulado de las aristas y los cordales montañosos; el esplendor de las praderas, el brillo naciente de un verdor que tapiza las laderas del sotobosque en esta primavera; los barrancos que se estrechan encajonando el río en una sucesión de cataratas cuyo estruendo recuerda la impredecible y, sin embargo, incontenible respiración de la vida. Todos esos elementos del paisaje nos interrogan y, acaso, nos exhortan a asumir nuestra propia debilidad y encontrar en ella una forma de grandeza, que sólo el apoyo, la ayuda o la comprensión nos permiten convertir en fortaleza. La montaña nos conmueve con su imperecedera e insondable presencia y nos colma de pasiones y misterios que acaso sólo desde el cansancio de haber hollado esos senderos podemos valorar y comprender. Y, entonces sí, uno sale del valle notando cómo la felicidad le empieza a crecer, como esos rododendros que ya se desperezan del frío y se van abriendo de nuevo con las cálidas luces de la primavera.