jueves, 14 de agosto de 2008

Volcanic mood...

Hoy Madrid dormitaba bajo la atenta mirada de un cielo alado de cirros. Otra vez las colas de caballo han desfilado allá lejos. Me pregunto si la gente mira a lo alto, si desea saber lo que esconden las nubes o lo que, al contrario, hacen visible, de lo que son prueba. Me pregunto qué hace la gente para ilusionarse, cómo llenan su vida, con qué excusa la viven.
Servidora, que es despistada de profesión, ha provocado un nuevo inundamiento en casa. Ya está resuelto. Sin embargo, a las cuatro de la mañana recordé que me había dejado la ropa dentro de la lavadora. Así que ya de paso decidí esperar el amanecer y verlo surgiendo de entre las copas de los árboles del Retiro, al fondo de la calle. Mientras, garabateé cuatro medio-pensamientos a la luz del móvil (¿no es romántico?) y me puse a buscar un libro de Malcolm Lowry (Bajo el volcán), que ignoro en qué momento recoloqué y perdí de vista (tampoco es que mi biblioteca tenga un orden muy coherente, pero bueno). Por el camino he recuperado El viaje que nunca termina, la correspondencia de Lowry entre 1926 y 1957. Como en Un placer fugaz, las cartas de Truman Capote, o como en los Diarios de John Cheever o las Memorias de Tennessee Williams cada palabra habla de la búsqueda de un afecto que no llega, o que, cuando llega, no se sabe reconocer, o no nos permitimos aceptar, no creemos merecer... Y de esto, sabemos tanto...
Por mucho que lo de la pose del fracaso esté muy visto, siento un especial cariño por todos esos personajes que no pararon quietos, por dentro y por fuera, que no dejaron de moverse nunca, de acá para allá, en busca de un sosiego que jamás habría de llegar, sin dar con lo que tan insistentemente buscaron, rodeando siempre la espera, instalados en un miedo cortante que las palabras no hacían más habitable, sino al contrario más patente, más inminente, más cercano al desamor o la pérdida, a la evidencia de la absoluta imposibilidad del consuelo. Merodear, vivir bordeando la herida, el centro convulso de las pasiones. Vivir acurrucándose en el olvido en que yacen los días según van muriendo, como si no hubiera más certeza que esa confusión, la añoranza de las mañanas frente al mar, espigas de sol, una infancia que se clava en la piel del presente y la astilla. La sorda sumisión al destino, el grito ahogado, una verdad despojada.
De eso hablaba el volcán, la marca de la autodestrucción, una fuerza incontenible que se agita en nosotros y apenas sabemos cómo disimular. De eso hablaba, del orden ciego que la vida impone y de cómo las palabras cercenan, con su cabalgada lenta pero constante, la maraña de tiempo que amenza con asfixiarnos. De eso iba el amor que pedían las palabras. Esas ansias, el ardor y esa entrega que hace todo comedimiento estéril. La fibra que un día se rompió o se sigue rompiendo, a cada mañana, con la luz del alba. Lo que nos cuesta vivir, ese ardor desatinado, las palabras atragantándose de deseo. Una estrella en el cielo del paladar. No creo que pudiéramos vivir igual sin esa pasión que yerra , que avanza o claudica. "Si no creyera en el delirio, si no creyera en la esperanza, si no creyera en quien me escucha, si no creyera en lo que duele... en lo que quede... qué cosa fuera la maza sin cantera..." cantaba Silvio.
Escribimos para que nos quieran, es así de tonto. Lucía escribe para que quieran a Paloma, no tengo el pudor necesario para ocultarlo. Y sin embargo, estar aquí es reconocer la inutilidad de ese gesto. Reírse de él. El juego de las chisteras y los conejos. ¿Recuerdas? Tú lo sabías. No nos quieren por lo que sale del sombrero, nos quieren por y en la mano que tímidamente agita ese ramillete de palabras. Por la mano imperfecta y frágil, por la mano cansada o alegre o tierna o alborotada . Queremos en la medida en que nos reconocemos en esa mano, en esa evidencia de querer que nos quieran. "El que tiene un concepto satisfactorio de sí mismo no suele llevar diario alguno", decía Trapiello en el cuarto de su serie de diarios Salón de pasos perdidos (Las nubes por dentro). Sin esa cobardía, sin el desasosiego que nos trae sabernos viviendo a destiempo, sin ese extravío de bellezas y susurros, sin la mano que acoge la mano, ¿qué sería de nuestras palabras?