A veces sucede a mitad del viaje, o hacia el final, o a veces no llega nunca a suceder, porque puede que no termine de ocurrir lo que, sin saber exactamente qué, veníamos buscando. Mejor dicho, sí sabemos qué (ese estado tan concreto y tan difuso a la vez que tiene que ver con la resonancia, la consonancia y esos destellos intermitentes que llamamos sentido y "nos parece" que el mundo emite). Sabemos qué, pero no podemos adivinar cómo, en qué se concretará, qué será lo que signe ese punto de no retorno (lo que "nos pone en el disparadero"... y dale...), a partir del cual el viaje empieza a tener consecuencias. Es una adicción como otra cualquiera. En fin, amor de turbera. Peat bog, the marshy land of Atlantic Winds. Si alguien siente la tentación de pensar que ya no es posible encontrar un lugar en el que perderse, en el que mirar cara a cara nuestros sueños, que siga buscando, o que haga el favor de venir a las Outer Hebrides, al noreste de Lewis, más allá de Tolastadh; y andar junto a mí por el camino que empieza (o sigue) en el Bridge to Nowhere, tal cual, y lleva hasta Port Niss. No digo más, pero tampoco menos, porque si no... reviento. Lo demás, in situ. Si supiéramos explicar (mejor) la estructura de esa experiencia, entenderíamos por qué seguimos insistiendo en esa tontería de creernos viajeros y no turistas. Los sociólogos pueden decir misa, pero igual que I. Calvino dio en la clave de por qué los lugares son, en buena parte, invisibles, una mirada atenta sobre cómo paseamos por donde paseamos (y pasear es, también, o sobre todo, imaginarnos paseando), pondría en evidencia por qué también todos los viajes son, en buena parte, invisibles.