Pocas veces suelo encontrarme con el amanecer, salvo cuando paso la noche en la montaña o cuando alguna fiesta se prolonga más de la cuenta. Lo evito como evito pensar en lo que pudo ser y no fue, en lo que habiendo sido posible no tuve el coraje suficiente de perseguir. "Alone you ramble the whole of the world/ Through black water jungles for bliss/... My heart is heavy and pressed to the bond/ Some people too heavy to hold/ Salutations take me as I am/ You can have me or leave me alone...", cantaba Jakod Dyland en This End of the Telescope mientras la carretera giraba a lo lejos por la costa del Wester Ross, de camino de vuelta a Kyle of Loschalsh. La tierra mojada todavía rezumaba sombras, agua de la noche, pesadillas, y el sol ganaba ya la batalla de las nubes tras las montañas.Atrás quedaba Shieldaig, la solitaria fila de casas clavadas en la bahía y el Torridon. No quiero ponerle palabras, al menos que aún el silencio atesore las preguntas, la memoria, la suave caricia del tiempo.
De vuelta a Londres, paso el día entre las aulas del Imperial College y los generosos sofás de la RGS-IBG. Salgo a correr de mañana por el Westminster Cementery, que es lo que más a mano tengo, y ceno en la algarabía de South Kensington, entre pintas en la acera del Duke of Clarence y las animadas terrazas de West Brompton. Entre tanto, encadeno cafés, robo libros, tomo notas absurdas, abordo al personal, me instalo en las esquinas a ver cómo las dobla la gente (todo un mundo...). En fin, me ejercito en la costumbre de mirar cada ciudad por la que paso como si me fuera a quedar para siempre. A los congresos voy más bien como el que hace turismo, a ver qué se ve, qué se cuenta la gente, con más interés por ver la cara de osezno de John Wylie, su encantador acento irlandés (tomor-h-ow, tomor-h-ow), que por el resto de las cosas. Con todo, me entretengo mucho. El escepticismo suele ser el recurso al disimulo que los crédulos tenemos para manejar, torpemente, la manera tan insoportable en que el mundo nos desborda. En la sesión plenaria, veo desde mi butaca entrando a P., que al verme pone cara de “no me lo puedo creer”, y luego, en seguida, los dos reímos con nuestra antigua risa de "¿por-qué-no-me-sorprende?". Nos hemos estado pisando los talones por el mundo los últimos años, y a ratos, nos hemos cruzado. En París estuve yo antes que él, en Ginebra él después que yo. En L.A., antes él, pero acabamos coincidiendo, and so on. Las circunstancias de cruce suelen hacer extraños compañeros de cama, desembocan en cierto tipo de relaciones que uno no sabe explicarse luego si no es invocando a esa circunstancia. Nos atrae quien nos atrae, no suelo hacer mucho más que rendirme a esa evidencia, por más que luego acabe dándome cabezazos por intentar entenderme con quien de todas formas ni siquiera buscaba entenderme. Pero vivimos al arrastre de esa necesidad de explicarnos y de comprender a los otros. Vivimos instalados en un tipo de contradicciones irresolubles sobre las que nunca he creído que cupiera intervención alguna de la voluntad. (No al menos para resolverlas, sí quizá para otras cosas). Rara vez suelo encontrar razones de peso para modificar el curso de lo que (me) pasa. Así que volvemos felizmente a las andadas. Con todo, este Londres cargado de trozos de California, me acaba poniendo triste.