lunes, 4 de agosto de 2008

He decidido empapelar el despacho con los retratos de my beloved J. N., ataviado con su sombrero veraniego, tan elegantemente calado, y ese aire de intelectual disfrazado de payés que tanto me atrae. Como-te-lo-digo. No encuentro una excusa mejor (quitando Argentina y los campos de hielo patagónicos, por supuesto) para motivarme con la tesis: a ver si me vas a negar que el deseo de tenerle, cuanto antes mejor, a la vista en el tribunal no es digno de un puesto de honor en la escala de la zanahorias volantes.
Mira con su mirada azul y su barba canosa desde la ventana, y le veo ya camino del alto Mediterráneo, atravesando los Monegros con sus nectarinas debajo del brazo. En su hablar despacioso -fins aviat, fins aviat-, vuelven los vientos cálidos de los arenales. Entre las bulímicas perversiones del deseo, está la de quedarse con lo que está a la vista y no con lo que está a la mano. Estos tiempos lo pueden todo, y quien pretenda decir la verdad del deseo lo hará en balde. Ea.