
Un reguero de palabras enfila el cielo, vagamente atraviesan el horizonte. Están cansadas. Por la carretera vacía el sol prende, con sus brillos metálicos, el silencio y una malla de luz cierra el paisaje. La vanidad o el pudor. O ninguno de los dos. Saber que nuestra fragilidad puede pesar a los otros. Aquello que nos haría preferir callar a confesar(nos) que apenas nos separa un milímetro del dolor de los demás, pero que un milímetro puede ser a veces un desierto pedregoso o un páramo. La árida distancia que separa la comprensión de su contrario, el gesto que signa la comunicación o su fracaso. Preferiríamos callar a hablar-y-vivir con la duda de si las palabras, lo afectos, llegan, tienen lugar, sentido. Ese miedo que reconocemos en los ojos de los otros, no te vayas, nuestros ojos, querer, temer perder lo que amamos, no saber reconocerlo, darle espacio.
Y sin embargo, nos quedamos en esa esquina, hablando, hablando, nunca hemos parado de hablar. Nada de grandes interioridades, pisar, pasar, como en el paisaje, sobre las superficies.