A la hora de los estorninos, siento el latido de las palabras en el cuello, como un nudo de tiempo, una línea de luz que se abre tras la palpitación oscura. Su multiplicada presencia ciñe el final de la tarde. Es una alucinación que llega cual vaharada de voces y gestos, lamentos de la memoria.
Es la red de palabras que nos sostiene la existencia, la medida de un deseo aplazado. Palabras aventadas, salvadas del légamo de los días. Palabras amarteladas, obstinadas, aherrojadas. Palabras naciendo de la entraña del mundo, que llegan y nos desnudan.
El silencio, al contrario, nos cubre, honra con su precisión ardiente lo que los cuerpos ofrendan, ruborosos, retráctiles. Silencio que cuida y vela, con su prudente cercanía, con el lenitivo de su medida distancia. La piel lo sabe, acepta ese silencio, agradecida. Por respeto a lo que hay, a lo que los cuerpos anuncian, es mejor callar. Callar con ese silencio que reconoce y honra, disolviendo palabras que hieren, que humillan. Hay un silencio que besa a los otros en lo que son, que los acoge en su desvalimiento. Un silencio que enmienda el desatino de las palabras, su torpe arrogancia.