sábado, 23 de febrero de 2008

¿Por qué tendrán los sábados tanto encanto? Se propone uno extender sobre la mañana el telar nuevo del tiempo, aún con retazos de sueño, y enlazar una lectura tras otra hasta que caigan las luces. Al final, es la doméstica batalla del desorden lo que nos embarulla la mañana y se acaba luchando, entre escobas y felpudos, contra el hollín de las ventanas. Cuanto más ordenados, más ocupan los libros, eso es lo malo. Luego el domingo siempre se hace corto, con su gris de lluvias y los espacios cortos de la tarde, con su incertidumbre y resignación, ya oliendo a la venidera semana, y ese repiqueteo fúnebre en la calle.
"Tengo huellas en los ojos de algún país vecino", resuena Carlos Chaouen, en honor a los coches que viajan a Zaragoza cargados de viejas historias. La espiga, la luz y el deseo siguen en la nube de un dolor que nos retiene, que nos cuestiona, que nos revuelve. Acaso la debilidad nos hunde en un sofá, guarecidos en los abrazos de otros, de quienes se apiadan, se conmueven con una fragilidad que nos sume cada vez más en algo que no sabemos, más solos, más quietos.
Y esta costumbre de la mala memoria, de olvidar lo señalado, que todo lo echa por la borda. Se nace con el despiste, y se acaba por olvidar mirar a un lado y a otro al cruzar la calle, porque las nubes nos llaman, las sirenas están en las azoteas y desde allí nos cantan los secretos de otros mares. Llueve y nacen mundos pequeños, un rosario de deseos nos recorre la espalda en un escalofrío desconocido.