No hay glosa sin cita, ni mañana que pueda avanzar sin la irrupción primera de un verso, sin la presencia de un recuerdo, la emoción de un paisaje que viene de lejos a hacerse memoria, instante. Sin ese verso, sin el párrafo que pone al miércoles su empiece, se nos escapa el orden del mundo, se diluye el tiempo en un marasmo indescifrable, incontenible.
Escribimos para empujar el tiempo, eso parece, para poner en marcha un día que el miedo deja varado, informe; una fragilidad que nos embaza la vida en las horas, en minutos que se abren como abismos, y no sabemos qué hacer de ellos. Así que llega Borges a poner orden, a dar razones: "Si el sueño fuera (como dicen) una/ tregua, un puro reposo de la mente,/ ¿por qué, si te despiertan bruscamente,/sientes que te han robado una fortuna?/ ¿Por qué es tan triste madrugar? La hora/ nos despoja de un don inconcebible,/ tan íntimo que sólo es traducible/ en un sopor que la vigilia dora/ de sueños, que bien pueden ser reflejos/ truncos de los tesoros de la sombra......."
"La hora nos despoja de un don inconcebible", sí, pero no puede vivirse en la vigilia de una contemplación que nos suspende el orden y la acción. Así que tal vez sea que la hora viene a darnos una excusa para afrontar el clamor disperso y atónito de ese don inconcebible, de las visiones que en el sueño dan nombres y forma al deseo. La hora, el orden de un hacer que nos devuelve al mundo, a la mañana.