jueves, 28 de febrero de 2008

Existe una denominación divertida que es la de "ser confuso". Hay cierto parentesco entre la confusión y la dispersión, aún siendo distintos los seres confusos y los dispersos. Lo que está claro es que parece difícil que sea la propincuidad (la espacial y la temporal) la que constituya nuestras identidades. Desde luego, más parece un principio de realidad que éstas sean confusas y dispersas, que ordenadas y propincuas. Digamos que hay un salto entre Roma y Budapest, y un lapso temporal también, aunque en la memoria (a)parezcan contiguas. Son, al fin, dos viajes de febrero: los helados bajo el cielo gris y la humedad camino del Trastevere, y los cafés de Buda o los violines de Pest. Porque febrero suele ser mes de viajes, aunque esta vez llego por los pelos. "Y, aun estando en París -escribe Proust-, eso es lo que yo veía, y no las cosas que tenía a mi alrededor. Hasta si se mira desde un simple punto de vista realista, ocupan más espacio en nuestra vida las tierras que a cada momento deseamos que aquellas en que realmente vivimos." (Proust, Por el camino de Swann).
Bien sabido es cómo termina ese primer volumen. Memoria, nostalgia, la imposibilidad contenida en el gesto del regreso, quizá por la asimetría que le es consustancial a todo ese tipo de experiencias (el placer, el daño, el poder...) "coloreadas" de una intensidad emocional que casi nos aisla en ellas, y cuya respuesta primera parece ser siempre el silencio. "Los sitios que hemos conocido no pertenecen tampoco a ese mundo del espacio donde los situamos para mayor facilidad. Y no eran más que una delgada capa, entre otras muchas, de las impresiones que formaban nuestra vida de entonces; el recordar una determinada imagen no es sino echar de menos un determinado instante, y las casas, los caminos, los paseos, desgraciadamente son tan fugitivamente como los años."