Es cuanto menos sospechoso empezar la semana con accidentes domésticos. La lavadora inunda la casa y toca nadar, chapotear, remar, de todo un poco. El sofá nuevo cura las penas, eso sí, huele a frambuesa en el salón y atrás va quedando el recuerdo de las praderas y los bosques de Valsaín. Algo ha resguardado la umbría la nieve, y a la salida de los restaurantes la leña se consume y deja escapar su humo hacia el cielo, diluyendo en el trigo de la tarde, su antiguo sabor de invierno, de monte, de brazos que abrazan.

Los robles se van sacudiendo el frío, regalan el musgo que el viento ha crecido en sus costados, y todavía los ocres del otoño se esparcen por el suelo, mientras los pies saben lo que necesita el alma, seguir un poco, salir, buscar esa despreocupación que nos tapa los oídos, que hace eco de risas y remanso de afectos. Todavía miramos como estando a medio camino, dentro y fuera, sabiéndose espectador y dejándose llevar por el ritmo de los que nos acompañan. Presencia, de una multitud que es benigna y leve, y atempera los climas y las corrientes por dentro. Brindar, sonreir, olvidar. Te lo dicen, pero eres escéptico. Te lo dicen y un año después sabes que era verdad. Pero la experiencia sólo se produce cuando la realidad viene a darle la razón a los que no creímos. Llega la experiencia y sólo entonces sonreímos porque era cierto todo lo que decían. Nos ha ido pasando, punto por punto, lo que a ellos. Algo radicalmente singular hacía que no pudiéramos creerlos. Algo radicalmente universal hace que hayan tenido razón.