Guardarse en el bolsillo el impulso de hablar hasta hacerlo nostalgia. No hablar a quien no se debe hablar. No nombrar los sueños de la noche anterior. Callar y arrastrar un saquito de palabras, ponerle el collar, sacarlo a pasear como el que pasea su silencio, su pena, sus preguntas. Echarles agua, verlas crecer, florecer, marchitarse. No ponerle palabras a la visión de la noche, esa mirada compasiva buscándome y yo huyendo, esa devoción tranquila, el pálpito de su comprensión, el desconcierto cada vez que el umbral de una puerta nos reúne. No nombrar ese deseo porque no interfiere en la vida. Una vida que es acordarse del rojo violento del barro y de la silueta de las sierras azules, de la luz en aquel salón, de la chimenea y el camino a las lagunas. El humo que nos cubría a la salida de los bares, la lluvia agujereando la madrugada del domingo.
No, no ponerles palabras, porque las palabras lo cambian todo, construyen el recuerdo, hacen las cosas presentes lejanas, suaves, tibias, leves, engañosamente buenas, falsamente queridas. Las palabras traicionan la exasperación de los días, aquella incertidumbre con la que no supimos bregar.
Guardase el impulso de hablar en un bolsillo, porque es mejor dejar que la vida suene todavía un rato más en el reloj. Luego, como siempre, ya veremos.
No, no ponerles palabras, porque las palabras lo cambian todo, construyen el recuerdo, hacen las cosas presentes lejanas, suaves, tibias, leves, engañosamente buenas, falsamente queridas. Las palabras traicionan la exasperación de los días, aquella incertidumbre con la que no supimos bregar.
Guardase el impulso de hablar en un bolsillo, porque es mejor dejar que la vida suene todavía un rato más en el reloj. Luego, como siempre, ya veremos.