martes, 6 de noviembre de 2007

De los días

Tarde de sábado, un hueco en el océano del silencio. Me instalo en el chocolate y vuelvo a Clarice Lispector, su introspección obsesiva, el ardor de la palabra precisa. No era la inteligencia, era la palabra, o el silencio avaro que la custodia y con el que intentamos dar a entender, después de todo, que nos va la vida en ello. No era el peso de la inteligencia, era la intensidad inexplicable de las percepciones, el vendaval de las preguntas, el aguijón de las intuiciones. Sentir de más, quedarse al borde de los acontecimientos, sucumbir a la evidencia de lo excesivo, traerlo a lo real, hacerlo conciencia, vivir como si sólo hubiera esa urgencia. Olvidarse del resto. A veces puede sentirse la vida, su textura algo rugosa, con una velocidad que se precipita en el cuerpo, una madeja de viento en el estómago. Se siente la vida como se siente el martes por la tarde, o la mañana del jueves. O el domingo que se pegó a la piel del lunes y me ha traído, a gatas, hasta la mañana del martes.