viernes, 23 de abril de 2010

De vuelta el tiempo se hace más denso, encalla y todo se llena de silencios, de distancia, de extrañeza. Miro los vaivenes del cielo, entre el blanco y el azul, como si alguna nube de las de allá arriba pudiera resguardarme del lento suceder de los segundos, de esa especie de aislamiento que traen las vueltas, la fatiga de perseguir obsesiones. Viajes, mar de fondo y, después, un tiempo poblado de lejanías, de instantes que nos cortan el paso y oscurecen cuanto nos rodea, cubriéndolo de indiferencia. Oigo pero apenas escucho, mientras ando a remolque de las nubes, como si buscara saber de dónde viene el viento y engancharme a su soplo, dejar atrás la gravidez de los cuerpos, el deber de estar presente, de pronunciarse. Vivir, mientras sea posible, en estado gaseoso, añorando a quienes, un día, fueron latido en esa nube, pulso acompasado, la certeza inolvidable de quien mira y sabe y entiende, y llega con su palabra al centro exacto del deseo. Ando calle arriba, o calle abajo, qué más da, sin mucha convicción, y en realidad recuerdo los ojos claros de Jorge reflejando el brillo del sol en un martes cualquiera, en el valle del Guarga, esa vida remansada, ya de años, a los pies de la Sierra de Aineto, el perfil suave, gris y amarillo de las areniscas deshaciéndose en la ladera, el pino, el árido transcurrir de los caminos de solana. Y en el brillo tímido de sus ojos, en su sonrisa cansada, en el pausado murmullo de su conversación reconozco el impulso de esa vida, el amor de inviernos ya olvidados, el aliento intacto de unas pocas convicciones. Creer que es posible vivir según ciertos impulsos del corazón. Y hacerlo. Habla con pesar y acaso busca un principio de esperanza que aún abra el tiempo, las sendas del porvenir. Quizás si consiguiese enamorarse mucho de nuevo, me dice, emprendería otro proyecto, se iría de aquellas sierras bajas, empezaría otra vida, otro lugar. Me habla de Ana, de una vida que terminó, de los hijos que se fueron, del cuerpo que cambia y no obedece, de lo que el tiempo nos concede o nos niega, de la incertidumbre. Pasamos la mañana apostados en los muros de la tapia, viendo a Olaf, a Selva y a los otros niños jugar en su clase de gimnasia. Hablamos del valle, de la vida cuando llegaron allá por los ochenta. Vamos a las colmenas, visitamos el viejo horno, Mica hace pan y un pastel para la tarde, comemos naranjas al sol el resto de la mañana. Reconozco en esos ojos el rumor de un deseo que me es cercano, comprensible. Es el brillo de los eucaliptos, es la voz de Chris al final de noche, la libertad de una vida que es proyecto, ahora y después, entonces, todavía. Ando y qué más da lo que queda del día, si ese tiempo que se cierra es tan sólo el recuerdo del sonido de la lluvia el domingo por la tarde en Jaca. El dolor del cuerpo, las heridas en los pies, por todas partes, la sensación de estar bajando todavía por las palas, las sombras perfectas del Aspe, las tablas que se hunden, que no corren, la nieve húmeda y pesada, que transforma ya en seguida, el arte de gestionar el desequilibrio, la concentración en cada giro, mirar la pendiente, lanzar el cuerpo. Ando y el cuerpo recuerda en las heridas el secreto de cada curva, lo que nos enseña la suma de los kilómetros, foquear a buen ritmo, someter al cuerpo que quiere andar como anda siempre y, sin embargo, hay que dejar ahora caer las rodillas en la subida para deslizar las tablas, sin cansarse, llegar anticipando ya la mejor salida, cruzar rápido la ladera, buscando el equilibrio con los brazos en las bajadas, golpeando el aire en cada giro. Necesita uno mirarse las heridas para entender de qué están hechas esas lejanías que nos pueblan a la vuelta, para saber de qué son la marca, cómo nos cambian los kilómetros. Y en los arañazos de la piel veo aún el espino blanco florecido, los erizones que cubren la ladera, el ocre y el verde del boj, los quejigos, los endrinos, las zarzas que cierran el paso en ese otro Pirineo habitado de olvido.

lunes, 12 de abril de 2010

A fond farewell to winterly blue..

Llevaba varios días sin parar un segundo y no con demasiadas horas de sueño acumuladas, pero por nada del mundo quería perderme este sábado de montañas. Simplemente se me hace intolerable lo contrario; simplemente cada vez se acortan más las vísperas, cada vez se me hace más pesada, no la vida en el valle, sino la sensación del tiempo que se acumula en el valle, la inutilidad de una vida invertida, más por inercia que por convencimiento, en Babilonia. Estos días sueño con que llegue ya mayo altivo y azul, el mayo en que, desde hace ya unos años, de vuelta siempre unas semanas a España, me instalo en la Sierra, y las mañanas nacen relucientes con un viento verde de ramas y trinos, con la sombra malva de la Maliciosa desde la ventana, y con esas tardes blancas que se estiran como gamos, de camino ya al verano, y saliendo a correr por los campos, sin prisa ni culpa, entre lavajos, con las primeras cigarras, y luego las largas noches estrelladas frente a las luces de Abantos y las sombras de Cabeza Lijar, dormir en la terraza.
El sábado, pues, a pesar de los pesares, madrugué todo lo que fue humanamente sensato y subí directa al puerto. Cuatro grados al sol, viento y ni un alma. Perfecto. Enseguida puse rumbo a Guarramillas, a buen paso, por el filo de la sombra, y rebasé ya por arriba a un par de chavales tirando de los esquíes en la mochila. Luego no encontré a nadie ya hasta Cabezas de Hierro. Arriba era todo restos del día anterior, pequeños canales de deshielo petrificados, llenos de burbujas, las últimas pisadas de la tarde anterior ya congeladas, y las formas extrañas del viento y de la noche. Al poner rumbo sureste en las primeras lomas, confirmé mis peores sospechas, y empecé a dudar de lo que aquel viento sur haría allá en Cabezas. Subía muy encajonado y a rachas por los barrancos, y, efectivamente, a la altura de Valdemartín era ya imposible tenerse en pie. Tuve que dejar la arista, tirar de pinchos y bajar un poco por la cara norte, bordeando para volver a asomarme al rato y echar cuentas. Desde el collado, empecé a pensar en las orientaciones y en qué sería del viento por allá. Decidí tirar. Tuve suerte y no me equivoqué. La subida a la Cabeza Menor fue rápida y muy alegre, y ya arriba, pude pasar bien por el norte parapetándome entre las piedras. Luego disfruté como una enana corriendo toda la bajada este sobre la nieve ya blandísima, y de carrerilla con el impulso subí la Cabeza Mayor.
Luego, en los collados, cuando más alegre me las veía me sorprendió, de nuevo, la primavera: rompió por segunda vez en estas últimas semanas mi ficción de vivir un perpetuo invierno, azul-gélido, azul-tarde. Así que durante una inquietante media hora mi cuerpo se me hizo extraño, tuve casi que aprender a andar de nuevo. Simplemente me sorprendió la piedra suelta, como me ha sorprendido la primavera tras ocho meses de ida y vuelta entre el invierno, como si nunca hubiera habido nada más allá. Acostumbrados al golpeteo furioso de los crampones sobre la nieve dura, al taconeo en las bajadas y los puntapiés en los corredores, en las paredes de hielo, de repente mis pies no sabían qué hacer, no entendían el suelo. Tenían que acostumbrarse de nuevo a la pisada de la primavera, a las traiciones del collado, a volver a juntarse, a alargar la pisada. Por un rato me sentí torpe y algo perdida.
Al llegar a Bailanderos la primavera era ya una realidad inaplazable. Así que paré por primera vez. Dejé en suspensión la alegría del buen paso, del murmullo certero del cuerpo que habla y canta y crea la montaña, como en Saint-Exupéry. Entonces eché la vista atrás, respiré hondo, hice acopio de fuerzas y despedí el invierno, mirando fijamente las tres corcovas de la Mujer Muerta: el gris y la sombra ganando ya a la nieve, dejando la piedra desnuda, al albur del sol y del verano que habrá de venir... Por unos minutos, el viento me trajo las largas tardes de infancia en el collado del Piornal viendo pasar los aviones, las mañanas de Semana Santa avistando cirros desde la Laguna, el frío de algunos domingos de invierno en Collado Ventoso, las voces, los afectos. Pensé divertida en la Cross de la Cuerda Larga, en los titanes que corren los 28 kilómetros de subidas y bajadas en poco más de tres horas (¡yo que los ando en más de cinco!), y sólo con pensarlo empecé a disfrutar más todavía de aquel momento: me propuse conseguir la misma alegría del cuerpo pero frenando el ritmo un poco, caminar atento y certero, para perderme del todo en la pasión del puro pasar, del puro hollar y estar y ver y dejar que la montaña toque y pase y atraviese, allá donde acaso ya me haya alcanzado mil veces, mil años de oración... el mismo paisaje y jamás podría cansarme. Así que, en honor a los titanes, me senté y saqué la libreta, garabateé hasta perder la conciencia del tiempo, con las manos ya heladas, conquistando otra vez todos los perfiles, hasta cerrar los ojos y sentir cómo la forma de esas lomas tendidas se me dibujaba en la piel, aristas de un alma en silencio. Y empecé a sospechar lo que siempre he sabido, que nunca seré una deportista, y lo poco que, en realidad, me interesa lo que quiera que sea eso del deporte, los cuerpos que suben y bajan, la contabilidad del esfuerzo y sus preceptos. Vaya timo de materialista que estoy hecha. Demócrito --y H., por cierto-- se estarán riendo de mí a carcajada limpia. Por otra parte, Martin, y H. también, se beberán un algo a mi salud, seguro.
En fin. El resto hasta llegar a la Najarra fue de nuevo lucha contra la primavera y confrontación ya antigua con el pedernal. Allí, como era pronto y no estaba cansada, decidí hacer el maula y tirar hacia el pico de las Cuatro Calles, que en la vertiente norte tenía mucha nieve y subir y bajar palas. Pero como intentar alcanzar el PR que baja a Miraflores, así a las bravas desde allí era una estupidez, tuve que retomar el camino a la Morcuera, y pasar por las palas que caen sobre el valle, cargaditas de nieve blanda, llenas de agujeros. A quién se le cuente, con piolet en mano por si las moscas en las barranqueras de la Najarra, qué vergüenza.
Luego el robledal fue una bendición, el suelo liso, recuperar la familiaridad del cuerpo, su movimiento fluido y cercano. Ya en el pueblo, el desasosiego me alcanzó en el sosiego. Como siempre. La impaciencia. No saber reposar. No poder estarse quieta. La compulsión del alma, la necesidad del movimiento. El viento de lo alto era allá abajo un ligera brisilla llena de ecos que trajo más primaveras, súbitamente dolorosas. The wind was just his voice, so truly, so deeply. Chris saying caring words, the silence coming up through the forest, the plovers calling from the gully, small clouds in the star light, bringing the warmth and the lovingness of the old nights, words swirling all over, finding their long way back to me. Entonces llamé y era sábado noche en Hobart, la música del Rektango contra los muros de un incipiente otoño, riding the bike tomorrow up to the top of Mount Wellington, wish you were here, etc. Y al mirar hacia arriba el sol deslumbraba, la primavera hería. Ojalá el alma descansara, doliera como el cuerpo, se dejara caer también rendida, olvidada, en medio de la noche.

viernes, 9 de abril de 2010

Still stoned on bliss