Escojo siempre la mejor hora para salir, ésa entre las ocho y las ocho y media, cuando todavía llueve mucho en la heroica Vetusta. Me hace ilusión, qué le vamos a hacer, aunque he de afrontar el hecho impepinable de que le tengo que poner un guardabarros a la bici, al menos a la rueda de atrás, llego hecha un cuadro. Paso por encima del río, cuando ya J. y compañía están metidos en faena, remando. Mientras miro, me llega un mensaje al móvil. Mi madre: "Bohijn. Besos!" Un guiño de esos suyos, tan malvados. Siempre me hace lo mismo. Me manda mensajes con los nombres de los sitios remotos por los que se encuentran, para que me chinche, y a ver si acierto (así aprendíamos geografía en mi casa de pequeños...). Me suena a Éste y tiene que ser montaña, eso fijo. No es Cárpatos ni Tatras porque sonaría de otra forma. Así que respondo "¿Alpes julianos? Malditos. Llueve en la campiña."
En fin. Ahora ando por la biblioteca con las botas embarradas, el segundo café siempre sabe mejor que el primero, mientras me seco de la segunda ducha, también siempre mejor que la primera. Me encuentro a M. en la cafetería. Es ocho veces más tímido que yo, que ya es decir, así que emprendemos una conversación de besugos sobre un texto que le mandé el otro día, en realidad habíamos quedado esta tarde. Pone cara de echar de menos al bueno de Ferdinand (Ferdi es el enorme perro que solía tener en su despacho-barraca hace años, algo así como uno de esos objetos que son barrera y puente a la vez, y a través de los cuales uno consigue relacionarse con el mundo. Como la muñeca hinchable de Lars, sí, más o menos. Según me contó P., cuando él hacía la tesis aquí y M. era su director, Ferdi estaba siempre en su despacho, hablaban mucho entre ellos, y, por supuesto, Ferdi venía a ser su ventrílocuo, más o menos. Como a las doce en punto Ferdi tenía que comer, se acaban todas las reuniones, claro, y fuera alumnos. Ferdi murió hace años ya. Me pregunto cómo sobrevive ahora. Me pregunto cómo sobrevivimos, con palabras, sin ellas, con nubes, con la ilusión de la lluvia por las mañanas, con el mapa de Alaska en la pared y el móvil mandando mensajes remotos. Y me pregunto por qué nos sentimos juzgados por ello. El correo de C. de esta mañana me ha sumido en una decepción un tanto lamentable (iba a decir "a estas alturas de mi vida", si no fuera porque la expresión es totalmente estúpida. Uno aprende, sí, bueno, cambia, incluso consigue manejar algo mejor su constante susceptibilidad, se ríe de ella, etc. Pero parece que todo nos pillara siempre desprevenidos.) En fin, me ha durado hora y media, me niego a enfangarme en ese estado de ánimo. Esperar, desesperar, volver a esperar. En realidad, también me niego a no esperar, me parece triste. Prefiero una decepción pasajera y esforzarme en recuperar la ilusión que renunciar a esperar que lleguen los demás con sus regalos. Curiosa la expresión "cuando menos te lo esperas"... Feliz día de lluvia, y mañana cielo naranja para la chica de la opo.