Ayer a las ocho en punto de la tarde, en la perfecta tranquilidad de la noche incipiente y de las aceras desiertas, húmedas y centelleantes, sonaba el carillón de la St. Oswald's Church, camino de la New Elvet Road. Los sonidos se filtraban en una niebla densa que empezaba ya a caer sobre las calles, y acaso nadie escuchaba. Eso me pareció. Su sonido me sorprendió en tal estado de vulnerabilidad y desconcierto que creí que el cielo mismo repicaba y dejaba caer su mano dulce sobre la soledad de los cuerpos, sobre la intemperie de las almas. Rodeé la iglesia con la hierba mojada hasta las rodillas, y al final, una puerta entreabierta dejó ver las luces del interior. "8PM: Quiet prayer". Sentí envidia de esa quietud, sentí nostalgia de ese tiempo leve y sumiso, de ese silencio a media luz. Sentí alegría por la impertinencia de la duda que nos mantiene siempre en pie, y sentí, al fin, la fuerza de la vida irrumpiendo, sembrando de olvidos benignos el presente, alborotando de promesas y destellos el futuro. Sentí esa vaharada imprecisa de emociones que apenas sabemos nombrar. Y me dejé sumir en ese estado en que estamos siempre los impacientes: a medio camino entre la ilusión arrebatada y el miedo atroz.
Esta mañana me enternecieron las palabras de N. agradeciéndome mis propias palabras, la manera en que le hacen vivir, desear, volver, escaparse, temer, acaso, temer. Nunca quise del todo afrontar, reconocer, ese efecto que provocan las palabras, las mías; no quise ser consciente de la manera en que inducían a otros a ciertos estados, la sonrisa cómplice, mi melancolía, los horizontes lejanos, las nubes y el desánimo, una derrota que se asume, sin querer, antes de tiempo. Nunca he querido asumir ese poder que nos confieren las palabras, cuando en realidad lo que debieran hacer (y nosotros reconocer que nos hacen) es devolvernos a ese estado de niñez absoluta en que, cada mañana, desposeídos, atónitos, indefensos miramos la vida nacer: ese soplido diminuto que nos crece en el cuerpo con el día y a la noche es ya un bulto, una carga, andamos contritos, nos pesa la respiración de los días, y es entonces cuando llegan quienes nos acompañan para devolvernos las razones, las preguntas, el amparo. Deberíamos caminar por el tiempo como si fuera el lugar que nos permite ejercitar el aprendizaje lento y costoso, pero reconfortante, de la ilusión.
Así que, en fin, mañana cojo un vuelo a Dublín, casi de madrugada. No me canso, no. A cada día, su ilusión.