El viaje ha sido sebaldiano, a qué negarlo, si es imposible no abismarse en los reflejos de esa mirada luctuosa, eco de un estruendo que dura hoy y siempre, del ajetreo frenético de esas madejas de tiempo que el viento deposita en las esquinas, las calles, los parques. Es imposible leer a Sebald y que eso no tenga efectos sobre los viajes propios. Luego, el Este: otra vez el cielo desapareciendo bajo un invierno plomizo que desnuda los árboles y cubre de gris, marrón, verde ceniza, los campos. Paisaje esquelético de una frialdad húmeda y mohosa, atravesado por la herrumbre retorcida de raíles sin futuro, y tuberías que salvan desniveles, escarpes. Frío zaino sajando la tierra: entrañas abiertas, expuestas al mórbido aliento de gélidos amaneceres, a las sombras y al vuelo oscuro de los pájaros, al golpe de la lluvia.
El invierno despelleja las copas de los árboles y éstas suplican al cielo, con sus manos escleróticas y sus cuerpos genuflexos, una tregua, un alivio, la caricia del sol en la mañana. No hay respuesta, sin embargo, y así el luto de los campos es severo, cuaja el horizonte de opacidades, y el viajero no encuentra los caminos.
A las puertas de la ciudad, el río vierte su llanto fúnebre, la lluvia se espesa y un suspiro profundo y lejano barre las calles, enredado en el viento: corrientes que hacen chocar los postigos y tejas que son escupidas en lo alto, de aquí y de allá.
El remedio está siempre en las viejas pastelerías imperiales, en el gozo del chocolate y el café espumoso, en el espectáculo de las tartas detrás de las vitrinas, a salvo del desorden de los pasos en las calles. Pasos perdidos, mojados, cansados, anhelantes. Allí fuera está, el tembladero del cielo como un cuerpo abandonado al hambre de la noche, desnudo en la vigilia.
Camino, camino, camino, y ya no es verbo ni nombre, si no una condición, el estado de un alma adelgazada por el frío, como esos campos metálicos, hirientes. Camino, pues, del recuerdo, de aquellos fríos y aquellos cielos del Este, camino de Varsovia, camino de un entonces. Entonces era el trayecto absoluto, entonces era sentir el vaho de las madrugadas en los coches, la intima emoción del viaje, del secreto que más lejos nos lleva, la huida primera.
Sebald vuelve con "Campo Santo" y en la tarde se mezcla con la estridente melodía de un tren que pasa fugaz, del rechinar del daño y del olvido. Suena Badalamenti. Después, Sándor Márai, claro, se acerca cuando la noche ya ha entrado de lleno en casa, y confiesa. Confiesa ese dolor que nunca desaparece, que nos marca, que nos pesa y nos dejá, allá, varados en aquel el primer viaje.
La escritura.... "Ésa es una condición innegociable. Yo sabía que las voces altisonantes y chillonas de la vida seguirían acechándome y que siempre me dolerían; sabía que no había "solución", que seguiría siendo débil eternamente, que seguiría intentando huir, que reclamaría para mí un lugar en la vida de ciertas personas y que, al acercarme al calor de un alma humana o de un cuerpo humano, cometería sin remedio una doble traición: una contra el alma que me acogiera y otra contra el demonio del trabajo [escribir]." (Sándor Márai, Confesiones de un burgués)