domingo, 12 de diciembre de 2010

Cuatro días después de aquello di con mis huesos en el suelo, y, en el fondo, supongo que formaba parte de la misma alborotada alegría de aquellos días de mayo, del azul leve de los cielos por estas latitudes, y, acaso, la riada final que trajo el deshielo, la prolongación de aquella locura del invierno, de los casi nueve meses continuados de invierno de una a otra latitud, del hielo crujiendo bajo mis pies, y del dolor ahogándose bajo todo ese hielo.
Ahora, seis meses después me queda un extraño bulto sobre la piel, la cabeza de un tornillo que asoma, y seis más sobre una placa de titanio en la clavícula. Me queda algo de dolor, nada de fuerza, una sombra aún rosa en la piel y la persistente nostalgia de un cuerpo que era mío, de estar colgada de los brazos y dar vueltas, del desequilibrio de romper la nieve de una curva a otra en una pala norte ya casi en primavera.
De lo demás, sólo recuerdo el brillo y la luz de aquella mañana en el país de los piornales, el mar amarillo que se extendía a las faldas del Abantos y la potencia, algo así como ese fuego de los músculos que se prende en la sangre, el aceramiento de todo el cuerpo al hacerse paisaje. Recuerdo el nervio de mis piernas aquel día, y, 100 kilómetros después, ya sólo recuerdo aquella silueta con una pequeña mochila a la espalda, justo antes de tomar la curva en que tumbé. Sé que ella estaba preparada, con su rostro oscuro, pero acaso yo no, caí, cerré los ojos, y pude moverme ya poco, pero no me rebasó, en cualquier caso, y eso es todo. Y era como aquel caballo moribundo de días después, cabeza tapada, gris y mostaza, esquelético y olvidado entre la chatarra. Recuerdo haber hecho todavía unos cuantos kilómetros a pie, arrastrando la bici con el otro brazo y haber mirado con cierta distancia la piel desollada. Pero sobre todo, recuerdo la familiaridad de la dureza del suelo, un recuerdo proustiano que duró probablemente un microsegundo en la caída, pero me supo a infancia. Así de duro solía de estar el suelo cuando éramos pequeños y volábamos, y caíamos, y volábamos otra vez. A eso sabía, es verdad, esto era. Fue tan familiar aquella sensación, que casi se hace extraño. Ya sólo recuerdo esa dureza del suelo como un relámpago, no el dolor que vino después. O acaso, en el dolor me quedaba sólo aquel recuerdo, sólo a eso sabía. Luego el resto de los meses, un calor que era quietud y las sombras de la tarde en los versos, en las voces familiares.
Y ahora vuelven las sombras en las piedras, la luz oscura de por las mañanas, después de que la lluvia haya borrado el blanco y sople un viento Sur y nadie lo quiera. En las noches aún saben los sueños a eucalipto, y sólo siento como míos aquellos sentimientos, la calidez que se conquista a golpe de palabra y de comprensión tras cada herida, la herida que sólo está en las noches y en las palabras, en la manera en que callan las palabras al fondo de cada mirada que nos mira en los sueños con los ojos de la noche, cuando ya no somos de aquí, y poco importa la alegría tranquila de las rutinas y la solidez de los afectos del día, cuando sólo queda esa soledad en que habitamos aquellos lugares donde el viento de la noche aún huele a eucalipto.